LUIS MARÍA CAZORLA PRIETO / Académico de la Real de Jurisprudencia y Legislación, ABC – 13/06/14
«Don Juan Carlos ha sabido escoger el momento para abdicar, tanto por razones derivadas de las circunstancias que rodean esta trascendental decisión como por las relacionadas con el proceso político general que España tiene que afrontar sin tardanza»
EL pasado 2 de junio la noticia de la abdicación de Juan Carlos I sorprendió mucho a casi todos los españoles. A partir de ese momento, nos ha inundado un aluvión de informaciones de toda clase y opiniones para todos los gustos. Sin embargo, una de las vertientes menos tratadas de este trascendental acontecimiento ha sido la oportunidad o no del momento que Don Juan Carlos ha escogido para dar tan importante paso para él y para todos. A mi juicio, ha elegido el momento más oportuno para hacerlo a la luz del pasado político reciente, el presente y el posible futuro a corto y medio plazo. Baso esta afirmación tanto en razones derivadas de las circunstancias que rodean la abdicación, como en las derivadas del proceso político que este hecho puede impulsar.
La racionalidad y su vinculación con la legitimidad de ejercicio van penetrando de modo imparable en la monarquía como forma de la Jefatura del Estado. Esto, en el momento actual exige que quien la desempeñe se encuentre en las mejores condiciones para afrontar tan peliaguda tarea. La abdicación, muy excepcional en otras épocas históricas, se abre camino así en las monarquías de hoy como una especial manifestación de la temporalidad en el ejercicio de los cargos públicos, consistente en que el desempeño de la Jefatura de Estado monárquica es vitalicia siempre que se reúnan las condiciones requeridas para ejercer una función tan primordial. La renuncia de Don Juan Carlos, auténtica manifestación de responsabilidad y sentido político, se une, al hilo de lo que acabo de comentar, a las recientes de Beatriz de Holanda y Alberto de Bélgica.
El momento por el que se ha optado permite, por otro lado, que el tránsito de un reinado a otro sea suave, y que de la experiencia adquirida y del prestigio retenido por Don Juan Carlos pueda beneficiarse, llegado el caso, Don Felipe. Cimenta también la oportunidad del momento que, tras las europeas, las siguientes elecciones todavía se encuentren a cierta distancia, y que, al margen del reto en Cataluña de los primeros días de noviembre, a partir del próximo año los procesos electorales se encadenarán hasta las generales, sin dejar mucho hueco para dar con la holgura adecuada un paso tan trascendental. La existencia actual de una amplia mayoría parlamentaria –más del 80% de los votos del Congreso y del Senado– que apoya las consecuencias hereditarias de la abdicación y contribuye a evitar aventurismos desestabilizadores, no es dato baladí.
Pero hay más razones. Prescindo de términos radicales y de lugares comunes, pero creo que la política española tiene que entrar en una nueva etapa. Después de una fase de profundas reformas económicas, son necesarios nuevos aires que traigan una regeneración de la llamada clase política y una profunda reforma institucional. En tal sentido, parece pertinente una limitada reforma constitucional en la que el encauzamiento, dentro de ciertos límites, del problema catalán debe ocupar un lugar destacado; la reforma del reglamento del Congreso, que supere las notables deficiencias de su funcionamiento es ya inesquivable; una modificación sustancial de la ley electoral que contribuya a la renovación y mejora de los dirigentes políticos, y, por fin, una nueva ley de partidos que garantice en todo caso su transparencia y control.
Visto todo lo anterior, es conveniente que encarne este complicado proceso una persona como Don Felipe, hombre nuevo para una etapa nueva, que, sin desconsiderar la anterior presidida por su padre, la mejore y la adapte a las circunstancias actuales. Tiene el empuje propio de la juventud imprescindible para una tarea de tamañas dimensiones; tiene preparación sometida a un intenso rodaje previo, y todo indica que no le faltan ilusión y ganas, pues le espera una aportación clave para los años futuros de España que como tal fortalezca su legitimación personal y contribuya a reforzar la de la Monarquía.
La renovación en la Jefatura del Estado que él personifica conecta, además, con los deseos de nuevos actores políticos que las recientes elecciones al Parlamento europeo han puesto en escena. Su inmaculada trayectoria personal y política facilita mucho que el nuevo Rey pueda constituirse en discreto y constitucional impulsor de este ineludible proceso.
Don Juan Carlos ha sabido escoger el momento oportuno para abdicar por razones derivadas tanto de las circunstancias que rodean esta trascendental decisión como también de las que se relacionan con el proceso político general que, a mi modo de ver, España tiene que afrontar sin tardanza.
LUIS MARÍA CAZORLA PRIETO / Académico de la Real de Jurisprudencia y Legislación, ABC – 13/06/14