En el nombre del Estado

MANUEL JULIÁ – EL MUNDO – 11/03/17

· El autor afirma que la sociedad debe ser consciente de que si no exige el gobierno de los mejores, luego sufrirá las consecuencias de demasiadas decisiones pobres y arbitrarias.

Dice con grave voz Ortega que todo lo importante que se ha hecho en la humanidad lo han realizado unos pocos en contra del todo el género humano. Decir esto hoy, aunque fueras Ortega, es condición sine qua non para ser quemado en la hoguera como elitista enajenante, o peor, para ser desterrado donde los intelectuales se desangran análisis tras análisis en su soledad. También arderían en la hoguera Platón o Borges. El primero no por echar de su República a los poetas –los pobres están, estamos, ya sin voz salvo para la queja melancólica–, sino por aquello tan cruel del gobierno de los mejores, aunque el populismo de la democracia griega condenara a la muerte a Sócrates. Borges iría a la hoguera por su acepción de la democracia como abuso de la estadística.

«¿Usted cree que para resolver un problema matemático o estético hay que consultar a la mayoría de la gente? Yo diría que no; entonces ¿por qué suponer que la mayoría de la gente entiende de política?», dijo en una entrevista insumisa o surrealista con Bernardo Neustadt. Con Borges la hoguera alcanzaría proporciones atómicas. Seguro que Pablo Iglesias, Pedro Sánchez, Monedero o cualquiera de los que componen la izquierda mediática atizarían ese fuego hasta no dejar del argentino ni sus canas. Esta izquierda surgió según los tiempos en un plató de televisión. Es lógico que así hiciesen, pues como escriben dos intelectuales tan contrarios como Guy Debord y Vargas Llosa, el espectáculo es el ámbito del devenir social.

Sin embargo, creo que ya hemos superado mentalmente esa explotación luminosa y vacía de lo extraordinario, porque el hecho de sorprender no puede ser infinito. Ahora el leitmotiv es hablar en nombre del pueblo. Interpretar, amar, llorar por el pueblo cuando en verdad no es fácil saber quién es el pueblo, cómo son sus diversos y a veces irreconciliables intereses. La sociología y la economía van clasificando y lo vertiginoso de este tiempo va haciendo viejas enseguida las clasificaciones. Pero la política no tiene miedo a esta complejidad y nos llegan demasiados talibanes de lo común que se convierten, como el Oráculo de Delfos, en intérpretes del pueblo, mítico dios sobre el que estos sacerdotes expresan su vaticinio infalible.

Que todo lo decida el pueblo. He aquí el imperio de un asambleísmo irreductible. Ahí nadan con pericia aquellos capaces de moverse sólo con las oraciones principales, los que ocultan la complejidad de la vida. Recuerdo que eso fue lo que dijo Javier Fernández después de la dimisión forzada de Pedro Sánchez, quien había comprimido toda su ideología, superando incluso a Twitter, en seis caracteres sin espacios: «No es no».

Todos estos adalides del pueblo me recuerdan a los tribunos Bruto y Sicinio que nos retrata Shakespeare en Coriolano. Ellos azuzan al pueblo para esclerotizar el poder de Cayo Marcio cuando más lo necesitaba Roma. Los volscos preparaban un nuevo ataque y Marcio ya los había vencido de manera arrolladora. No en vano, el sobrenombre de Coriolano era por haber tomado la ciudad volsca de Corioles. «En nombre del pueblo, y en virtud de nuestros poderes le desterramos…», dice el tribuno Bruto. «Has tenido la pillería del zorro de desterrar al que ha sacudido más golpes en favor de Roma que palabras has pronunciado en tu vida», le dice la madre, Volumnia, a Sicinio, el otro parlanchín.

En nuestro sistema, el poder electivo y ejecutivo están demasiado cercanos. Son los políticos que elegimos quienes deciden el devenir de una multitud de instituciones, empresas públicas, organismos autónomos, patronatos y qué se yo, cualquiera de los interminables entes que funcionan sólo porque se les inyecta la gasolina del presupuesto público. Una gran mayoría de ellos no están preparados, ni mucho menos, para realizar con eficacia esa tarea. Están en esa cúspide por multitud de causas (electivas, oportunistas, sorpresivas, cromáticas, fidelistas…) menos porque sea lógico por sus capacidades que puedan desarrollar bien la tarea.

En las cajas de ahorro se ha evidenciado esta realidad. Merced a la vieja Ley Orgánica de Regulación (Lorca), que confundía representatividad y gestión financiera, los representantes del pueblo han estado a punto de llevar al pueblo al desastre. Por eso es increíble que todavía Podemos quiera crear una banca pública. Dios nos pille confesados. No entiendo que en otros ámbitos pueda ocurrir lo mismo. ¿Quiere decir lo escrito que abogo por el desprecio del voto universal o por que los políticos realicen una oposición al cargo o pasen duro examen sobre sus talentos? Claro que no. La democracia sigue siendo el menos malo de los sistemas. Creo, como dice Arias Maldonado en La democracia sentimental, que la solución al populismo que nos pervierte la razón no ha de ser ni el Despotismo Ilustrado ni el cuestionamiento de la democracia que crearon los griegos y, a partir del siglo pasado, fundó las sociedades menos injustas que ha conocido la historia.

Sí quiere decir que la sociedad debe ser consciente de que si no exige esta competencia (el gobierno de los mejores) luego sufrirá las consecuencias de demasiadas decisiones pobres y arbitrarias, el mal funcionamiento de ese monstruo llamado lo público, el desastre cotidiano que demasiadas veces nos envuelve. Es ese pueblo a quien tanto se cita quien debe entender que se necesita gente competente, no surtidores de discursos que ahogan la razón del bien común con la razón estética de su verbo. En nombre del pueblo arrollan la verdad que necesita el pueblo. En el fondo lo alimentan con la mentira por mucho que queramos llamarla posverdad o amor a la gente.

Decía hace poco la académica Aurora Egido en El Cultural que hay una relación entre la medianía de la política y el estrangulamiento del mérito. Cita a José Hervás y Paduro en su Historia de la vida del hombre: «…el país en que se premia el mérito siempre es fecundo de ilustres y sabios ciudadanos». Pero, como ella expresa, este tipo de frases suenan a música celestial. Y no debería ser así.

Escribía Cela, citando a Taine, que nada hay tan poderoso como una idea general en un cerebro estrecho. Hoy hay demasiadas ideas generales y demasiados cerebros estrechos desarrollándolas. La frase me viene a la cabeza mientras leo los análisis que hace Pedro Sánchez llenos de grandilocuencia y sombra envolviendo las palabras pueblo y gente hasta la saciedad, pero sin que pueda verse aquella luz que decía Unamuno produce la inteligencia. Una luz que hay que buscar, arrancar, rastrear, defender desde la trinchera de las palabras y seguir explicándola, aunque no guste a quienes se explica o sea difícil explicarla. Habrá que hacerlo una y otra vez hablándole al pueblo con la verdad, por incómoda que ésta sea. Porque ésa es la mejor manera de amarlo y porque, como escribió Jovellanos, la ignorancia defiende siempre sus trincheras.·

MANUEL JULIÁ – EL MUNDO – 11/03/17