Mariano Fernández Enguita-El País

Se niega a sabiendas que dos tercios de los catalanes están en contra del monolingüismo

¿Quién no conoce la cita de Lincoln?: “Se puede engañar a todos algún tiempo, se puede engañar a algunos todo el tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo”.

Un sondeo publicado en Politikon arroja que el 47,4% de los catalanes es contrario al monopolio escolar del catalán como única lengua vehicular, el 49,5% prefiere que los padres escojan la lengua de enseñanza y el 49,4%, que se use la lengua materna. Planteada la cuestión de otra forma, solo el 29,6% apoya la actual inmersión sin elección (en catalán), 28,4%, la elección sin inmersión y 41,9%, alguna combinación de ambas o ninguna —sería el caso de la covehicularidad (Garvia y Santana: El consenso de la inmersión lingüística: realidad o mito). Encaja con lo ya sabido, pues los partidarios de la covehicularidad eran el 70% en una encuesta del CIS (1998), 78 y 68%, en dos de ASEP (2001, 2009), 91%, en una de DYM (2011) y 89,6% en una de GESOP (2017). Pero autoridades, partidos nacionalistas y de izquierda y organizaciones del sector educativo siempre han negado la evidencia.

Los nacionalistas están en su papel, la izquierda se hace perdonar su base charnega y todos hacen méritos en la piñata para fer pais, pero el imprescindible materialismo grosero no lo explica todo. Sin duda hay una porción de voceros del gran consenso, incluidos una decena de consellers d’ensenyament, cientos de autoridades y miles de otros insiders, conocedores de los datos demoscópicos y con una amplia experiencia propia o próxima, que mienten y lo saben, pero ¿y los demás?

Para empezar, ¿dónde están esos dos tercios que no comulgan con el monolingüismo?, ¿solo en las encuestas? La psicología ha dedicado tiempo y esfuerzo a tales fenómenos. Asch hizo repetidamente el experimento de pedir a varios sujetos que comparasen la longitud idéntica de unas líneas rectas. El truco era que, en las primeras rondas, la respuesta era unánime, pero en la última todos menos uno se confabulaban en una respuesta obviamente incorrecta y este, verdadero objeto del experimento, terminaba sumándose. Asch concluyó que poca gente confía realmente en sí misma. Qué decir si los otros, quienes sostienen lo insostenible, son los muy apreciados profesores de tus hijos, los simpáticos padres de sus compañeros o los brillantes tertulianos de TV3; después de todo, la escuela catalana es razonablemente buena en lo demás, igual que los cobayas cómplices habían acertado con las primeras líneas. ¿No será que el disidente desvaría? En la URSS lo enviaban al frenopático; en el oasis catalán lo asignan a la España profunda.

Frente a la unanimidad del grupo el disidente desconfía de sí mismo

A esto pueden acumularse dos efectos conocidos. El más preocupante es la espiral del silencio (Noelle-Neumann), que designa el miedo al aislamiento, en quien no comparte la única opinión públicamente visible, algo patente hasta hace bien poco en Cataluña. También el efecto arrastre (bandwagon: Leibenstein), cuando muchos se suben al carro que se anuncia ganador. No cabe ignorar la eficacia de cuarenta años de inacción del Estado, sumisión de la izquierda y menosprecio impune de la ley por el nacionalismo. ¿Cómo no pensar que, tarde o temprano, triunfaría?

Por mi profesión (la universidad) e intereses (la educación), veo más de cerca otros sesgos que afectan a investigadores y educadores. El más obvio es el pensamiento grupal (groupthink), que Janis caracterizó, entre otros, por la sobreestimación del grupo, la fe en su moralidad inherente, la autocensura, una unanimidad ilusoria, la presión directa sobre quien disiente y, sobre todo, la incapacidad de considerar lo que se aparta de la ortodoxia. A un paso, que muchos han dado, está el doblepensar (doublethink) dibujado por Orwell en 1984, esa “interminable serie de victorias que cada persona debe lograr sobre su propia memoria”: “saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realidad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias”; por ejemplo, excluir la lengua materna de media población en nombre de la cohesión social, loar día y noche el dret a decidir mientras se impone, ver la división en las encuestas y celebrar la unanimidad, defender el monopolio lingüístico en España y la covehicularidad en Francia…

Se pudo engañar a todos (o casi) algún tiempo, como ha sido evidente en la aquiescencia, o al menos la pasividad, de la mayoría de Cataluña y de toda España, pero no a todos todo el tiempo, como está mostrando la ya potente y todavía creciente respuesta al asimilacionismo nacionalista. Pero lo verdaderamente sorprendente es que puedan ser engañados, o engañarse, algunos (que son muchos) todo el tiempo, siquiera tanto tiempo. Decía D.P. Moynihan que todo el mundo tiene derecho a sus propias opiniones, pero no a sus propios hechos. Respétense, al menos, estos.

Mariano Fernández Enguita es catedrático de Sociología en la Universidad Complutense.