LLama la atención todas las bazas para la iniciativa que se le ha otorgado a ETA desde el poder político, y que acabaremos pagando como un plus tras el nuevo fracaso. Planteo ya lo del fracaso porque parece imposible que en estas condiciones el Gobierno pueda contentar minimamente las pretensiones delirantes de ETA. Aunque en este país se haya visto ya de todo.
Posiblemente con una cierta osadía diera hace quince días, ante el anuncio del inicio del encuentro de los socialistas vascos con Batasuna -el mismo día del debate de la nación-, por terminada la Transición democrática. Quizás fuera exagerado, casi me estaba arrepintiendo, pero en esa misma semana un habitual articulista de opinión de El Correo, el profesor Rodríguez Tous, aplicaba también el fin de la transición por la forma en que se había creado y formulado el nuevo Estatut. Junto a la preocupación que nos embarga cada día a más gente por el aislamiento del PP -cuestión que nos permite creer que todavía no hemos perdido toda capacidad de autocrítica-, también empezamos a ser algunos los que creemos que ésta si que va, después de que amenazara en vano con ello Aznar, con el fin de la Transición. Y si ésta se produce esperemos que no arrastre en su caída a la convivencia democrática.
¿Pero acaso nuestra democracia no está determinada genéticamente por la Transición? Posiblemente sí, por ello debiera estudiarse muy detenidamente si el petulante intento de acabar con ella no supondría, también, acabar con todo. Cualquier otro país con menos historia hubiera convertido la Transición en un referente necesario, mítico, que garantizara el sistema que emergió de ella, que al fin y a la postre no dejó de ser una gesta tras una guerra civil y cuarenta años de dictadura de cuyas consecuencias todavía no hemos salido
La incultura política actual quizás sea una de las consecuencias más claras de aquella dictadura. Entonces, durante la Transición, sabíamos que no sabíamos nada, buen principio socrático para iniciar algo. Ahora se cree saber, cuando treinta años no son nada. Otegi se dirige a los doce detenidos recientemente por formar presuntamente parte de la red de extorsión con el apelativo de ciudadanos, desconociendo que tal cualidad, los derechos de la ciudadanía, se la ofrece sólo la Constitución española, y que no es lo mismo que llamarles persona. Y Rodríguez Pujante, el dicharachero y díscolo portavoz del PP, habla de politizar el nombramiento del director del Banco de España cuando el PSOE quiere nombrar a una persona aparentemente de su cuerda. Parece no entender que aquel acuerdo de nombrar a no identificados partidistamente era muy político, confundiendo política con partidismo. Ni que decir de la independencia judicial, de la necesidad de Estado, la igualdad ante la ley, la libertad del ciudadano, etc. Como ha dicho Fusi, ni la cultura ni la estabilidad política se consiguen en tan pocos años.
Hoy no se sabe que la democracia es un régimen para garantizar el bienestar a la ciudadanía, evitando, sobre todo, los grandes conflictos que tienen vía de solución si se plantean desde dentro del sistema. La gente se habitúa a la tranquilidad, por eso cuando se le presentan reformas de naturaleza radical, máxime cuando se producen agresiones físicas, la gente, que no es muy valiente, se asusta, se va a la playa, se abstiene, se aleja de los políticos, y, lo que es peor, de la política. Los políticos de la democracia, los de ahora, no saben que las reformas radicales no se hacen, porque no salen, por procedimientos democráticos. Lo hacen minorías muy radicalizadas que luego con el tiempo intentarán buscar apoyos generalizados democráticos. Ni la revolución francesa la hizo una mayoría. En la democracia sólo debe asustar el lechero.
Pedir a los catalanes un apasionamiento a la hora de ir a ratificar el nuevo Estatut era pedir demasiado, era involucrarles en una cosa muy radical, que sólo interesaba a una minoría de políticos, y prefirieron la playa. Muy radical, en la que se plebiscitaban cuestiones muy serias como la nación o la génesis de la soberanía catalana, de una forma muy resolutiva, pretenciosa y comprometida para acabar enmendándose, vista la participación, el texto presentado en su artículo fundamental más o menos así: El Parlamento de Cataluña recogiendo el sentimiento y la voluntad de un tercio de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente minoritaria a Cataluña como nación. A lo dicho, es que estas definiciones tan radicales sólo la hacen las minorías.
Pueden dar gracias los embaucadores en tan gran aventura que no exista en Cataluña ni nacionalismo tan agresivo como el vasco y mucho más porque no exista un grupo armado. Porque de existir, con este resultado, hubiera desalojado un comando al Honorable President de su despacho, antes, incluso, de que lo hiciera algún que otro empujón ante el fracaso. El origen de la radicalidad residía en cierta forma en haber dejado voluntariamente y desde los orígenes fuera de su redacción a una parte necesaria en el proyecto, que no era otra que la derecha conservadora española. Luego, tras el resultado, no sólo ellos se quedan solos, nos quedamos todos solos y, además, con cara de tontos. Tras un viaje que ha supuesto una crisis de gobierno, un Estatuto, propiciado por la izquierda con definiciones nacionalistas refrendado pobremente por el electorado, la despedida de Maragall de la política, y ya van varios, para que acaben, finalmente, gestionando los nacionalistas moderados, como siempre, un estatuto muy radical que va ser origen de todo conflicto. Una misión histórica de la izquierda bien hecha, punto de salida, que no meta, para la prolongación del proceso nacionalista que ahora necesita incorporar al resto de los catalanes al disminuido grupo que apoyó el inicio al votar este estatuto. Como una parodia revolucionaria.
La lección debiera ser extrapolada al otro gran tema político, a la negociación con ETA, a lo que el Gobierno llama “proceso de paz” y el movimiento etarra “proceso de negociación política”. Si el PP no está por la labor, y sospecho que no por mero capricho o por fastidiar la gran ocasión para alcanzar la paz, no debiera el presidente tirarse solo a la piscina. No sólo por ir en solitario, que si la aventura merece la pena hay que hacerla, aunque sea solo, que más vale en algunas ocasiones ir solo que mal acompañado. Es porque, si tuviera éxito y negociara con los terroristas, tal como está la situación política ahora, sin la colaboración del PP, la Transición se pudiera romper, y el pacto histórico pasaría a ser el del PSOE y sus aliados colaterales con ETA.
Aunque doña Maria Teresa diga que sólo se va a negociar el final de ETA, ya verán como no, y mucho más si el PP está fuera del tema. Por lo que, no sólo la prudencia, sino la visión política de futuro, debiera obligar a una enorme cautela a Zapatero en el tema de la negociación con ETA. Máxime, cuando hasta la fecha, todo el proceso se parece mucho más a un acercamiento a una cierta idea etérea y romántica de lo que ETA pudiera representar para alguien que no la conoce, y un alejamiento definitivo del PP, que del final, a la europea, de cualquier grupo terrorista que haya existido.
De todas maneras, la prepotencia que expresa ETA reclamando imposibles en sus comunicados no parece vaya a favorecer un fin negociado del terrorismo, y que la oportunidad vuelva a perderse. Pero en esta ocasión lo que llama la atención ha sido todas las bazas para la iniciativa que desde el poder político se le ha otorgado a ETA y que acabaremos pagando como un plus más tras este nuevo fracaso, quizás porque se haya confundido desde el principio el puente de plata con la marcha triunfal de Aida. Y planteo ya lo del fracaso porque me parece imposible que en estas condiciones el Gobierno pueda contentar minimamente las pretensiones delirantes de ETA, aunque en este país se haya visto ya de todo, incluso la declaración de un rey en huelga como Amadeo.
Resulta imprescindible remitirse de nuevo a las cosas de comer del presidente González, no se debe jugar con los elementos fundamentales del sistema político so pena de acabar echando por la borda todo lo realizado hasta la fecha. Posiblemente todo provenga del abandono de los aspectos políticos liberales del socialismo que, pocos, pero los tenía, especialmente en el momento de la Transición. En la actualidad se cultiva una izquierda folklórica y religiosa de sentimiento alimentado por falsas noticias sobre la República, la guerra, y la derecha. No hay que culpabilizarla, desde los programas políticos se han sustituido conceptos imprescindibles de un discurso político por otros de otras naturalezas, cultural, étnico, religioso. El llamativo hallazgo de la España plural, concepción magnífica para la propaganda, carece de precisión política, puesto que se podría definir como la de un Estado unitario descentralizado, federal o confederal. No se verán estas definiciones porque comprometen, y lo que es más grave, en política se pueden compartir las cosas, hasta el PP puede compartir algo, no tanto en lo cultural o lo étnico porque estas categorías si se sacralizan permiten, y en ocasiones exigen, una cierta exclusión. Sin embargo, facilitan por otro lado, es lo importante, hacer concesiones con las cosas de comer, concesiones hasta a los terroristas, porque éstas han perdido en el nuevo idioma cultural la importancia sustancial que tenían cuando el idioma era el político.
La operación sustitutiva de la política por otro discurso de naturaleza cultural no es nuevo. Lo están usando de tiempo atrás los nacionalismos periféricos que supieron desde un principio su inferioridad para enfrentarse, posiblemente por conocedores del los fracasos carlistas, con el liberalismo político. Frente al imperio e igualdad ante la ley esgrimieron la importancia de la cultura autóctona, la perfección de su idioma -en el caso vasco da una concepción particular del mundo a su poseedor-, por lo tanto derecho a la diferencia desde un origen natural, y por lo tanto derecho a un Estado que garantice tal cúmulo de perfecciones y diferencias para que, a la postre, manden unas cincuentas familias el nuevo invento patriótico.
La seducción progresista por los discursos vacíos de la política, pero llenos de retruécanos sentimentales y emotivos, “no habrá concesiones políticas pero la política debe ayudar y no constituirse en un estorbo”, y majaderías de esa índole, nos arrastra a la deriva del cursilismo poético sin engarce con la realidad. Realidad que muestra la gente normal marchándose a la playa. Y lo que va a descubrir esa gente normal, por mucho discurso bien intencionado, y mucha propaganda conciliadora con los terroristas, nada más ver la cara de Txapote y escuchar sus palabras, es que con ese monstruo es imposible negociar. De poco va a servir las palabras del Gobierno, menos las mías. Al fin y al cabo como dijera Marx, “qué pueblo hay más emotivo que el español”, y esto es lo que nos pierde, aunque algunas veces nos salve. Sirvió incluso, una vez, para defender Madrid cuando el Gobierno había huido.
Eduardo Uriarte, BASTAYA.ORG, 27/6/2006