Nicolás Redondo Terreros-El Correo
- En la amnistía no hay épica, grandeza o generosidad, simplemente una transacción a la que pone precio Puigdemont para que Sánchez pueda seguir gobernando
En las filas de la izquierda oficial han prendido con la urgencia y con la fuerza de la necesidad algunas ideas sospechosas: para combatir el proceso independentista catalán el Estado utilizó de forma extralimitada a los jueces y el Gobierno a las fuerzas de seguridad; fue un ejercicio de la política legítimo por parte de los independentistas; ambas partes, el Estado y los protagonistas del frustrado ‘alzamiento’ se excedieron; es necesario devolver el conflicto al reino de la política y la negociación; con la amnistía lograrán la reconciliación de los catalanes con el resto de ciudadanos españoles; y, por fin, con esta ciaboga política se conseguirá el final de la vía unilateral hacia la independencia.
Vayamos de lo general a lo concreto. El mayor obstáculo para creer en esas razones y en las consecuencias de esa política se nos presenta en la coincidencia entre el momento que se adoptan «las nuevas políticas» y la necesidad de los votos del partido de Puigdemont que tiene Pedro Sánchez para gobernar. Esa maldita coincidencia nos indica que todas las razones esgrimidas son justificaciones posteriores para conseguir un objetivo único: hacer un gobierno presidido por Sánchez. En fin, a nadie le cabe duda, la política española se desarrolla en un zoco instalado en Waterloo; no hay épica, grandeza, generosidad, simplemente una transacción a la que pone precio Puigdemont.
Pero hagamos como si lo cierto y comprobado no fuera más que maliciosa estrategia de esa mayoría «maliciosa» y «reaccionaria». ¿ Esas transacciones apresuradamente disfrazadas de política tendrán la virtud de atajar las causas y las consecuencias jurídicas y políticas del ‘alzamiento’ independentista? Yo creo, como dicen algunos hoy, que los gobiernos que se enfrentaron al reto independentista, herederos de una inacción acomplejada de gobiernos anteriores, lo hicieron tarde y mal. También es cierto que los que achacan a gobiernos pretéritos la responsabilidad de la situación actual en el mejor de los casos nunca se opusieron a su peligrosa placidez y en el peor defendieron las pretensiones «autodeterministas» de los independentistas.
La responsabilidad de los gobiernos de España fue estrictamente política y los ciudadanos españoles se expresaron en las urnas, haciendo perder la mayoría absoluta al Gobierno de Rajoy y fortaleciendo opciones políticas de centro y extrema-derecha. Hasta ahí todo parece normal, ante una gestión defectuosa de la realidad política catalana, el Gobierno de Rajoy fue decreciendo electoralmente y asediado por fuerzas políticas competidoras; primero Ciudadanos, posteriormente Vox. Sin embargo, la acción de los independentistas no fue ni tuvo estrictos límites políticos. Desobedecieron resoluciones judiciales de todos los ámbitos de la justicia ordinaria, empleándose a fondo contra la letra y el espíritu de la Constitución española. Sin gran oposición de la legítima fuerza del Estado sometieron voluntaria, premeditada y organizadamente a la sociedad catalana a un asedio incendiario y violento para conseguir sus objetivos, con la agravante de servirse para ese fin ilegal del poder autonómico que controlaban con sonrisa cínica y mano de hierro. A su responsabilidad política se sumaba una más objetiva, más clara: la judicial.
Los independentistas nunca pudieron soñar que no tendrían que pagar las consecuencias de su desvarío
No fue Rajoy el que judicializó la política, simplemente se creyeron por encima de los tribunales y la ley y cometieron múltiples delitos, tal y como los diversos tribunales confirmaron con sentencias rotundas. Por lo tanto, la intervención de la justicia fue inevitable una vez que los independentistas decidieron llevar sus alocadas y sectarias quimeras segregacionistas a la realidad. Era inevitable y cualquier oposición en el momento -que no la hubo- o posterior sería un presuntuoso deseo de dejar al Estado sin los mínimos instrumentos democráticos de defensa. Es tan evidente que podemos decir que la compra de los votos se ha realizado a costa de disminuir hasta términos muy peligrosos la capacidad del Estado de enfrentarse a nuevos retos como los pasados. Es por lo tanto extravagante igualar la responsabilidad de los independentistas catalanes a las del Gobierno de la nación. Sería lo mismo, en cierta medida, que equiparar al ladrón, al asesino, al violador con el que no se les opone o con el que no le detiene por negligencia.
Pero vayamos a la cuestión fundamental. ¿Será cierto que los indultos, la banalización de la malversación, aceptar completamente sus relatos tanto históricos como políticos y la amnistía nos acercarán a tiempos de paz y armonía, en una España más fuerte y próspera? También creo que en esta cuestión se equivocan o mienten descaradamente. El independentismo salió rotundamente derrotado de su aventura segregacionista. Los países democráticos les dieron la espalda rotundamente, solo la Rusia putinesca se mostró cínicamente comprensiva, con el único objetivo de debilitar a la Unión Europea. Y cuando estaban en el duro proceso de salir de su ensoñación, las necesidades de una ambición desordenada les ha permitido ser los protagonistas principales de la política española, decidiendo las políticas del Gobierno de España. Nunca pudieron soñar que ese ‘milagro’ se produjera, no solo no tenían que pagar las consecuencias de su desvarío sino que los acreedores, los que habíamos sufrido la afrenta, nos disponíamos a gratificarles con desprendimiento exuberante, los que habían ganado el imprudente envite doblaron la rodilla y besaron la mano del derrotado.
Ellos, sin embargo, se sienten envalentonados y a su tiempo veremos que harán con más desenvoltura y menos timidez lo que el cuerpo y su ideología les pide, mientras tanto se aseguran un dominio más asfixiante aún sobre la sociedad catalana. Ya decía Montesquieu que cuando se compra la paz no se consigue más que la cuota aumente en la ocasión siguiente.
No hay vuelta, España no se romperá, no tienen energía, ni inteligencia, ni espíritu de sacrificio para hacer de Cataluña un sujeto de la historia independiente, pero Sánchez ha llevado a la democracia española a su mayor crisis… Está más débil porque la arbitrariedad se ha adueñado de la política española, porque los límites de la democracia se han debilitado, porque las leyes han perdido parte de su grave solemnidad y los jueces no tienen la última palabra a la hora de aplicarlas. Denunciando esta realidad me siento herido, triste, pero duermo tranquilo, porque defiendo no a una persona o un privilegio o una sigla o un estatus; defiendo, por encima de todo, una herencia doble: la historia más apreciable del PSOE y la mejor España.