Andoni Pérez Ayala-El Correo
A falta de investidura y de nuevo Gobierno, ni de coalición ni de cooperación, habrá que contentarse con continuar con el Ejecutivo en funciones que ya teníamos y que parece que vamos a seguir teniendo por un periodo temporal indefinido. No deja de llamar la atención que esta fórmula, en principio transitoria y limitada en el tiempo al breve periodo que transcurre entre la finalización del mandato del Gabinete saliente y la toma de posesión del entrante tras las elecciones, se esté convirtiendo en nuestro caso en una constante en el pasado más reciente.
Ya tras las elecciones de diciembre de 2015, el Gobierno en funciones se prolongó hasta noviembre de 2016, durante casi un año (más de un año si se suma el periodo transcurrido desde la convocatoria de las elecciones en el que, aunque jurídicamente el Gobierno no tiene la consideración de en funciones, en la práctica se aproxima más a esta situación que a la de un Ejecutivo ordinario). Y, asímismo, nos encontramos también de facto en funciones desde que en febrero pasado se anunció la convocatoria de los comicios legislativos del 28 de abril, sin que, a día de hoy, la investidura y la formación del nuevo Gobierno hayan quedado despejadas. Es decir, llevamos camino de tener en este último cuatrienio -desde el otoño de 2015 al del presente ejercicio- tantos días de Gobierno en funciones como ordinario, lo que desde la perspectiva de la normalidad institucional no deja de ser una situación un tanto anómala.
Pero, al margen del abono continuado a esta fórmula a la que con tanta persistencia venimos aferrándonos, los últimos comportamientos en torno a la frustrada investidura y a la igualmente frustrada formación del nuevo Gobierno nos proporcionan algunas enseñanzas sobre las que convendría hacer algunas reflexiones. Entre otras razones, porque probablemente pronto vamos a tener que afrontar de nuevo otro proceso de investidura (de no ser así, sería porque hay nuevas elecciones) y de formación del Gobierno; y, ante ello, no estaría de más tratar de evitar algunos de los errores ya cometidos. En este sentido, y a la vista de la experiencia reciente sobre el tema, además del convencimiento sobre lo que hay que hacer, también convendría tener claras algunas cosas que no hay que hacer.
Una primera cosa que no habría que hacer es reiterar los comportamientos que, tanto desde el Gobierno como desde la oposición, se han exhibido (y nunca mejor empleada la referencia a la exhibición) en el proceso que ha conducido finalmente, como no podía ser de otra forma, a la frustración de la investidura. Es imposible que cualquier proceso político -incluido el conducente, investidura mediante, a la formación del nuevo Gobierno- llegue a buen fin si no solo no están claros los objetivos comunes, sino que ni siquiera está nada claro que existan objetivos comunes. En el caso que nos ocupa, la fórmula del Gobierno a formar tras la investidura, que ha sido el asunto que -a mi juicio, de forma tan errónea como innecesaria- ha polarizado las posturas y que, de persistir en los mismos términos que hasta ahora, va a hacer imposible cualquier tipo de acuerdo.
Otro factor a tener en cuenta es que la investidura, tanto las negociaciones previas en torno a ella -que apenas han existido- como las sesiones parlamentarias en las que culmina, no pueden ser el teatro en el que los protagonistas escenifican sus divergencias sobre la formación del Gobierno. Lo que se debate en la investidura, de acuerdo con la Constitución y, en general, con las normas que rigen el funcionamiento de los sistemas parlamentarios, es el programa del Gobierno para la próxima legislatura; y, asímismo, la crítica a éste por parte de la oposición. Que es precisamente lo que no se ha hecho en ningún momento a lo largo del animado proceso y las no menos animadas sesiones de investidura que hemos tenido ocasión de experimentar recientemente y que previsiblemente volveremos a experimentar en fechas próximas.
También sería deseable tratar de evitar que la investidura se convierta, como de hecho ya ha ocurrido en buena medida, en el primer acto de la próxima campaña electoral. En primer lugar porque, en principio, sería bastante razonable evitar unas nuevas elecciones -que serían las cuartas elecciones generales en menos de cuatro años- que, además, es muy dudoso que vayan a resolver ninguno de los problemas que tenemos planteados, incluido el del bloqueo del sistema político. Y, sobre todo, porque si se plantea la investidura en clave electoral es imposible que ésta salga adelante, ya que la dinámica competitiva inherente a todo proceso electoral es incompatible, más aún en un sistema multipartito como es el nuestro en la actualidad, con la consecución de los necesarios acuerdos plurales que hagan posible la formación de un nuevo Gobierno.
La reflexión sobre estas cuestiones puede ayudar a (re)plantear la investidura, tras el periodo vacacional agosteño, en mejores condiciones; o, al menos, a evitar que se incurra en los mismos errores ya cometidos en esta reciente tentativa frustrada. En caso contrario, además de la prórroga del Gobierno en funciones y, previsiblemente, también de los Presupuestos, habrá que prepararse para unas nuevas elecciones, que para que nada falte hasta tienen asignada ya la fecha.
Y no es que votar sea nada malo porque, además, ya sabemos que las elecciones son la fiesta de la democracia. Pero con tantas y tan repetidas fiestas electorales como estamos teniendo últimamente, también convendría dejar descansar un poco a las urnas para poder trabajar algo en una serie de cuestiones que no pueden esperar indefinidamente y que no se solucionan ni con fiestas, aunque sean democráticas, ni tampoco con el recurso reiterado a las urnas.