Fernando García de Cortázar, Direct. de la Fundación Dos de Mayo Nación y Libertad, ABC 21/12/12
«Mas ha llegado a afirmar que la lengua catalana es la que identifica a una cultura y la que cohesiona a una sociedad. No. De ninguna manera. La cohesión de una sociedad reside, en primer lugar, en las condiciones de bienestar y de libertad que proporciona. Nuestra cultura se basa en la exigencia de respeto a la dignidad de las personas, en nuestra intolerancia ante la pobreza creciente, en nuestra voluntad de justicia…»
En cuanto los súbditos se vistieron de ciudadanos y ejercieron su derecho a decidir, el Camelot que Artur Mas construyó en los excitados arrabales de la manifestación del 11 de septiembre ha ido tomando el aire melancólico de una corte en el exilio, la impostación napoleónica del Imperio de los Cien Días. ¿Alguien recuerda aún aquellas locuaces y festivas vísperas de la coronación de quien iba a encarnar la voluntad de un pueblo? El hombre que quiso reinar ha dilapidado una herencia a la que pretendió borrar las bases de su legitimidad constitucional para tratar de cebarla con la voluble estridencia del populismo plebiscitario. La primera pieza abatida por el estado de excepción que decretó el Gobierno de la Generalitat ha sido la propia normalidad que CiU representaba en sus largas décadas de disfrute del poder. La primera víctima ha sido la fuerza política que invocó, al margen de toda lealtad institucional y de los equilibrios tan minuciosamente elaborados en la transición democrática, un nuevo proceso constituyente, cuya pintoresca formulación empezaba por negar al conjunto de los españoles el derecho a ejercer su voluntad en un asunto que a todos nos afecta.
Pretender que esta exclusión no formara parte del escenario de ruptura institucional planteado durante estos últimos meses solo puede ser una ilusión, albergada en la candidez de quien desconozca las cláusulas elementales de la ideología nacionalista. Desde hace años hemos asistido a constantes complicidades institucionales y a la legitimación de los adversarios de nuestra democracia, en aras de la formación de mezquinas mayorías parlamentarias. Nada tiene que ver todo esto con la ingenuidad del pueblo español o la generosidad del ciudadano de a pie, sino con la falta de sentido de Estado de la que deberían rendir cuentas tantos dirigentes políticos burlados, tantos intelectuales en silencio, tantos comentaristas adictos a la condescendencia, para los que la condena de los objetivos últimos del nacionalismo siempre pareció una innecesaria provocación y hasta una grave falta de civismo.
Ahora, solamente ahora, cuando la gravedad de lo que sucede ya no admite más espera y ya no soporta más ilusiones, todo el mundo parece aceptar que el nacionalismo no necesita provocación alguna, sino convertir la fragilidad de unas circunstancias políticas tan desfavorables como las que vivimos en la ocasión de realizar sus objetivos. Pero esta oportunidad solo ha podido darse como resultado de una renuncia previa del Estado, como producto de una abstención permanente de la voluntad nacional. Tal pasividad ha permitido que el catalanismo se normalizara como régimen y que, desde los recursos puestos a su disposición para gestionar en su ámbito de gobierno los derechos de los ciudadanos, se aplicara a construir los fundamentos de su propio concepto de soberanía. Pocos ejemplos tendremos en nuestro entorno de una mezcla de dejación de responsabilidades de unos y de deslealtad de otros, dando a luz una fractura institucional de dimensiones que apenas estamos empezando a experimentar. Pero, escarmentados ya de lo que ha ocurrido, empecemos a no permitir que las cosas vayan aún más lejos. No toleremos, tras haber mostrado tan a las claras cuáles son sus propósitos, que el nacionalismo vuelva a enturbiar la claridad del debate político y a conseguir mezquinas alianzas o crédulos beneplácitos.
El presidente vencido en las elecciones del 25 de noviembre, como siempre lo hacen todos los nacionalistas, ha levantado la bandera de una cohesión nacional que se identifica con un idioma que nadie ha atacado. Ha llegado, además, a afirmar que en la lengua catalana reside aquello que identifica a una cultura e incluso lo que cohesiona a una sociedad. No. De ninguna manera. La cohesión de una sociedad reside, en primer lugar, en las condiciones de bienestar y de libertad que proporciona. Nuestra cultura se basa en la exigencia de respeto a la dignidad de las personas, en nuestra intolerancia ante la pobreza creciente, en nuestra compasión ante el sufrimiento, en nuestra voluntad de justicia, en nuestra cólera ante los atropellos sufridos por los más débiles, en nuestra resolución de acabar con esta maldita crisis, en nuestra imposibilidad de concebir una sociedad que normalice la exclusión, que se acostumbre a la miseria, que se adormezca ante la desigualdad.
Nuestra cohesión nacional es la que promueve la igualdad de todos los españoles, la que cierra filas ante la violencia, la que protege la integridad de los hombres y mujeres de esta nación. Nuestra cultura es la que no ha dejado de señalar dónde se encuentran los derechos invulnerables, dónde reside nuestro sentido de solidaridad, dónde habita nuestra conciencia. Ser una nación no es una relación con la tierra, ni una inercia de la historia ni un mero acuerdo jurídico. Es la aceptación de principios y valores que nos permiten a todos considerarnos responsables de su conservación y perfeccionamiento.
En un penoso ejercicio de cesión ante la estrategia del nacionalismo, intelectuales y políticos de la izquierda y la derecha vuelven a decirnos ahora que lo de menos son las diferencias de modelos de sociedad y de concepción de la persona que se tengan. ¿Tan pocos son capaces de establecer la defensa de la lengua y de la cultura catalanas al margen del discurso nacionalista? ¿Tan pocos se dan cuenta en el extenso campo no nacionalista de Cataluña y en el territorio del constitucionalismo español de que lo que se defiende con uñas y dientes no es la lengua, sino un sistema educativo adaptado a las obsesiones del nacionalismo? ¿Tan pocos han advertido que los representantes de tres cuartos de millón de electores catalanes han sido convertidos en extranjeros de pleno derecho, al no invitarles siquiera a una reunión celebrada para debatir el sistema educativo de Cataluña? ¿Tan pocos han comprendido que, al identificar la nación y la lengua, lo que se pretende no es la defensa del catalán, sino la destrucción de una sociedad bilingüe y la reducción de todo lo español, incluyendo la lengua castellana, a una condición de extranjería?
Los historiadores sabemos que el catalanismo nació como reivindicación de una cultura vinculada a la lengua, pero que se desarrolló cuando pudo convertir su versión de la cultura en poder político y en hegemonía social. Hubo un tiempo en que el catalanismo quiso hallar cuál era la forma en que los catalanes podían sentirse mejor integrados en España, ofreciendo la perspectiva de una diversidad que nos fortaleciera a todos. En 1906, Joan Maragall defendió la pluralidad de España que Cataluña tenía que garantizar: «El catalanismo ha debido ahondar en su entraña y preguntarse qué había de español en él». Y decía haberlo encontrado fuera de todo afán hegemónico y separador, en el pleno sentido de la variedad en la unidad. Ese catalanismo integrador, que atravesó las turbulencias de nuestro penoso siglo XX, nunca habría visto la lengua catalana y un sistema educativo propio como un almacén de identidades que pudiera abastecer la ruptura con España. Por el contrario, para quienes desde Cataluña fueron autores de nuestra Constitución vigente el catalanismo ya no es, ahora, una forma de ser español en una nación diversa. Ha sido solo una estación de paso para emprender ese viaje hacia ninguna parte que algunos se empeñan en llamar independencia.
Fernando García de Cortázar, Direct. de la Fundación Dos de Mayo Nación y Libertad, ABC 21/12/12