VICTORIA PREGO, EL MUNDO 22/09/13
· El Rey no quiere abdicar y al país no le conviene que abdique. El Rey tiene sus motivos y el país también.
El Rey considera que la Corona no se cede más que en caso dramático de enfermedad inhabilitante o muerte. Y él, que es un hombre luchador y tenaz, que ha superado momentos dificilísimos a lo largo de sus casi 75 años, cree que todavía tiene por delante mucha vida productiva para ponerla al servicio de su cargo, que es el servicio a España. De modo que son inútiles todos los intentos, las insinuaciones y, por supuesto, los rumores que cada poco tiempo se desatan, esta última vez con una intensidad y una audacia extremas. El Rey no va a abdicar nunca.
Y al país no le conviene de ninguna manera que el Rey abdique, por más que sea evidente que el Príncipe Felipe es el mejor sucesor que cualquier nación europea podría soñar para su presente y su futuro. Y no tanto porque estemos en plena crisis económica e iniciando un incierto despegue, que necesita como primera necesidad esencial una estabilidad institucional de largo plazo.
No es eso lo principal. Lo principal es que tenemos un país amenazado de desintegración a causa de los delirios independentistas catalanes y, esperando turno para entrar en el bombo, de los nacionalistas vascos. Una desintegración que no se producirá finalmente, pero que obliga a las instituciones a administrar las mayores tensiones nacionales que hemos vivido en nuestra Historia reciente.
El escenario más indeseable para esta España zarandeada sería que, en pleno desafío al Estado por poderes del propio Estado, que no otra cosa es el Gobierno de la Generalitat, en medio de las amenazas de hacer saltar por los aires el sistema que alumbró la Constitución, se pusiera en situación de cambios precisamente la institución que es la clave de bóveda del propio sistema.
Ése sería el momento de que el independentismo real y el sobrevenido en los últimos años redoblaran su presión contra la Corona, es decir, contra la España constitucional. Movimiento al que se sumaría toda la izquierda española que reclama una república cada vez con mayor intensidad, animada y reforzada por los lamentables episodios que tienen a miembros de la familia del Rey como protagonistas y que tienen al Príncipe de Asturias como víctima directa de los daños que el caso está provocando. No hay más que ver la presencia dominante, única de hecho, de las banderas republicanas en cualquier manifestación de los grupos de izquierda, sea cual sea su motivo o su reivindicación.
La excelencia del Príncipe de Asturias, que es reconocida por todos, no sería suficiente para anular todos los elementos de presión centrífuga y de implosión institucional en que ahora se encuentra nuestro país. Por eso, aunque quisiera, que no es el caso, el Rey no debería de ninguna manera abdicar. En estos momentos, ese movimiento supondría un desastre nacional.
Y, por si fuera poco con lo dicho, nos encontramos con que no está desarrollada la legislación que regule los avatares de la Corona. Desde que se aprobó la Constitución, ningún gobierno ha considerado conveniente abordar este asunto. Éste es el momento en que el heredero de la Corona de España no tiene un estatuto reconocido ni un papel orgánico definido y regulado. El Príncipe se ha ido haciendo su hueco y su sitio por la fuerza de los hechos, de acuerdo con lo que ha establecido el propio Rey personalmente. No hay nada regulado para el heredero, fuera de los casos de regencia. Y eso es así porque en 35 años de democracia constitucional no se ha hecho nada. No hay Ley de la Corona. Y eso que la Constitución, en su artículo 57.5, dice lo siguiente: «Las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverán por una ley orgánica». Bueno, pues hasta hoy seguimos en la inopia.
Eso por no hablar del famoso artículo 57, en el que se establece la prevalencia del varón sobre la mujer en la sucesión del trono. Hemos tenido la suerte de que los Príncipes de Asturias han tenido dos hijas y no es probable que, a estas alturas, tengan más. Pero nos podríamos haber encontrado con el nacimiento de un varón que, a la hora de su llegada al mundo, fuera poseedor de unos derechos a la sucesión de la Corona como legítimo heredero de su padre, y al que habría que haber privado de ese derecho a posteriori. Cuestión extremadamente peliaguda.
Por eso urge una ley orgánica sobre la Corona. Los sucesivos gobiernos, en una grave dejación de sus responsabilidades y de su obligación de tener regulado el futuro de la sucesión, han dado por eterna la situación de un Rey estable y permanente en su función, sin ningún cambio a lo largo de los años.
El actual Gobierno lanzó ayer un mensaje de tranquilidad y aseguró que ni se plantea la posibilidad de desarrollar ahora la ley que regularía el papel del Príncipe. Hace bien. Éste es, de todos los posibles, el momento más inadecuado para abordar ese asunto, cuando el Rey entra en un periodo de convalecencia y el jefe de su Casa ha anunciado que Don Juan Carlos no se ha planteado ni por un momento abdicar. Pero que el Gobierno esté puesto en razón ahora mismo no excluye que, en cuanto el Rey se mejore y pueda reanudar sus actividades, es decir, en cuanto deje de parecer que el Gobierno prepara su inhabilitación, haya que resolver esta cuestión capital. Capital en cualquier circunstancia, pero mucho más en la que se encuentra nuestro país y que desgraciadamente va a durar demasiado tiempo. Y eso ha de hacerse pronto, pase lo que pase y le pese a quien le pese.
De otro modo, nos podemos encontrar con que llegue de verdad el momento en que se tenga que producir el relevo en la Casa Real en las circunstancias que el destino determine, también en las más desfavorables, y haya que disponer aprisa y corriendo medidas de urgencia que no harían sino debilitar a la institución en la misma medida en que se debilitaría la cohesión del país, que ya en el día de hoy está seriamente amenazada.
Que el Rey no tenga por qué abdicar y además no quiera hacerlo es la mejor noticia. Porque, en este momento, no podría hacerlo.
VICTORIA PREGO, EL MUNDO 22/09/13