Pedro García Cuartango-ABC

  • Representaba esa España diversa, tolerante y plural con la que muchos nos identificamos

He revisado el móvil. El correo electrónico me llegó el 31 de julio. Hacía referencia a la crisis de la democracia y la resurrección de los populismos y los nacionalismos. Este era el final: «Recibe un abrazo y mucho ánimo para que prosigas». Firmado: Mikel Azurmendi.

La muerte le sorprendió seis días después. Estaba trabajando en la huerta de su casa en Igueldo y le falló el corazón. Tenía 79 años. Dejaba atrás una vida plena, repleta de aventuras y de giros del destino, que me recordaba la trayectoria de Zacalaín, el personaje de Baroja.

Cuando era joven fue militante de ETA para combatir el franquismo. Luego abjuró de la violencia. Había estudiado filosofía en la Sorbona, donde fue profesor en sus tiempos de exilio. Su pasión era la antropología. Marchó a Estados Unidos y volvió a España para contribuir a la naciente democracia. Fue fundador de ¡Basta ya! y el Foro de Ermua. Muy pocos arriesgaron tanto en el País Vasco para deslegitimar el terrorismo y defender la libertad.

Aunque ya no está en este mundo, Azurmendi deja un gran legado intelectual con más de una docena de libros y centenares de artículos. La última vez que le vi hablamos de la vigencia del humanismo cristiano y de la crisis de los valores en los que ambos habíamos sido educados.

Lamento que su muerte haya pasado un tanto desapercibida, seguramente por el verano y los Juegos Olímpicos, pero hay muy pocos personajes en nuestro panorama intelectual con el interés que suscita la trayectoria de este hombre, caracterizado por una honestidad y una independencia a las que no renunció jamás.

Algunos dirigentes del nacionalismo le criticaron por sus giros ideológicos, pero a sus detractores habría que recordarles aquella frase de Churchill que, cuando le reprocharon que había cambiado de postura, respondió: «¿Y usted qué hace cuando se equivoca?».

En un país donde el sectarismo y el cainismo forman parte de nuestra historia desde los tiempos de Fernando VII, Azurmendi era un ejemplo de búsqueda de la verdad y de espíritu crítico, lo que le suscitó muchos problemas y la ruptura con alguno de sus amigos. Pero eso no le importó jamás: era el precio que tenía que pagar por ser coherente.

Había en él un alma de aventurero en el mejor sentido de la palabra: el que apuesta y arriesga, el que sabe que la vida es una permanece adaptación al cambio. Era un personaje machadiano que vivía conforme al principio de que no hay camino, sino que se hace camino al andar.

Cada vez me espantan más las certezas absolutas de los que se creen en posesión de la verdad y no aceptan que los otros puedan tener algo de razón. Azurmendi representaba esa España diversa, tolerante y plural con la que muchos nos identificamos. Lo mejor que se puede decir de él es que era un hombre que dudaba. Adiós.