Alejo Vidal-Quadras-Vozpópuli

Vivimos días desesperados en los que los españoles que se mantienen fieles a la unidad nacional y al sistema político, institucional y jurídico alumbrado tras el final biológico del régimen autoritario, buscan soluciones de emergencia que eviten su derrumbe definitivo. La última propuesta de algunos diputados del PP y de determinados antiguos dirigentes ha sido la de la abstención de su grupo parlamentario en una eventual investidura de Sánchez con el fin de librar a la Nación del chantaje separatista. Esta sería una maniobra en el límite, algo así como los esfuerzos ímprobos de una unidad del Samur para reanimar a un moribundo. Sin embargo, semejante operación equivaldría a ceder ante una doble extorsión, la de los golpistas catalanes y la del propio candidato, dispuesto desaprensivamente a poner España a subasta con tal de mantenerse en La Moncloa. Es bien sabido que la aceptación de las condiciones de secuestradores profesionales tiene como consecuencia que repetirán su crimen en el futuro animados por el buen resultado de su repugnante delito.

Una solución razonable al presente desastre hubiera sido en su momento la configuración de un gobierno de coalición de los dos grandes partidos sobre la base de un programa pactado y un reparto de carteras acorde con el resultado electoral que afrontase los principales problemas económicos, sociales y orgánicos que padece España presidido por una figura de prestigio apartidista asimismo seleccionada y aceptada por ambos.

El actual diálogo de sordos entre las dos fuerzas más votadas nos mantiene en un impasse que amenaza con desembocar en el cumplimiento de las exigencias draconianas de los independentistas

Ni el PP ni el PSOE contemplaron esta salida porque en ellos predomina el interés corporativo de sus siglas por encima del superior interés general. Cuando Feijóo le presentó a Sánchez la fórmula de un gobierno de duración limitada, sabía que sería rechazada porque no ofrecía ninguna ventaja para su oponente. El actual diálogo de sordos entre las dos fuerzas más votadas el pasado 23 de julio nos mantiene en un impasse que amenaza con desembocar irremisiblemente en el cumplimiento de las exigencias draconianas de los independentistas, es decir, en la liquidación de la España indivisa de ciudadanos libres e iguales amparados por la Constitución vigente. Atónitos frente a la magnitud de la catástrofe que se avecina e incrédulos ante la posibilidad real de que se produzca, millones de nuestros compatriotas miran al Rey, a la Unión Europea, al poder judicial o al santo o a la Virgen de su advocación predilecta en busca del remedio de sus males. Por desgracia, ninguna de estas instancias terrenales o sobrenaturales tiene la llave que desatasque nuestro oscuro porvenir.

Hay una esperanza, sin embargo, que reside paradójicamente en el comportamiento de las formaciones secesionistas. Pese a que la amnistía ya está pactada y su redacción definitiva se halla en estos momentos pendiente de su pulimiento técnico por parte de juristas de reconocido desprestigio al servicio del Gobierno y que la cuestión financiera no es obstáculo para Sánchez porque pagará como en los célebres versos de Quevedo el sufrido contribuyente castellano, queda el espinoso asunto de la autodeterminación, bocado de difícil digestión incluso para un estómago licantrópico como el del presidente en funciones. Los golpistas indultados o a la espera de ser amnistiados, conscientes de su inmensa influencia, están subiendo progresivamente la puja y ahora afirman que el pacto sobre el referéndum soberanista deberá estar cerrado, firmado y sellado antes de la investidura. Este planteamiento maximalista le pone las cosas difíciles a su a la vez aliado y víctima, agobiado por estos perentorios plazos, los movimientos subterráneos en su organización, la presión de la oposición y la creciente inquietud en la calle.

La proximidad de los comicios autonómicos provoca que ERC y el prófugo de Waterloo estén manteniendo una carrera suicida, a lo Fast and Furious a ver quién es más nacionalista

Existe, además, una dinámica electoral específicamente catalana que se acopla y superpone a la general española. La proximidad de los comicios autonómicos provoca que ERC y el prófugo de Waterloo estén manteniendo una carrera suicida, a lo Fast and Furious a ver quién es más nacionalista y esta imparable velocidad hacia el abismo puede llevarnos a la repetición de elecciones legislativas. Si se diese tal circunstancia y los españoles fuéramos convocados de nuevo a las urnas en plazo breve, es de esperar que el Partido Popular sustituya a sus estrategas de comunicación y a sus expertos en campañas electorales por equipos competentes que sepan lo que se traen entre manos. Las lecciones extraídas del cúmulo de pifias cometidas entre el 28 de mayo y el 23 de julio pasados se supone que habrán sido aprendidas.

Nos encontramos en las postrimerías del sistema político diseñado en la Transición y plasmado en la arquitectura institucional erigida en 1978. Muchos trabajan aviesamente por su muerte, otros hemos invertido años en hacer su juicio, si nos resignamos pasivamente a su declive definitivo se abrirán bajo nuestros pies las puertas del infierno, si reaccionamos con vigor, patriotismo y coraje para fortalecerlo, mejorarlo y prestarle un impulso renovado, podremos alzarnos a la gloria.