- Estamos perdiendo grandes parcelas de libertad con un Estado intrusivo, una UE que lo regula todo y unos gigantes tecnológicos que saben hasta cuánto dormimos
Hace unos días visitó El Debate un grupo de veteranos de importante trayectoria profesional. Había juristas, abogados del Estado, economistas, un militar, un empresario… Estaban más cerca ya de los ochenta que de los sesenta y hablando con ellos se percibía ese conocimiento profundo que solo aporta la experiencia. En un momento de la charla, uno de ellos señaló lo siguiente: «En el tardofranquismo había bastante más libertad que ahora». No sé si lo confundía o no la añoranza idealizada de sus años mozos, pero de inmediato todo el mundo le dio la razón.
Opino igual desde mi experiencia, que es la de haber sido joven en los ochenta (y por joven me refiero a la veintena, pues ahora la juventud llega hasta los 49, o más, si te compras pelo, te recauchutas la cara y vistes como un adolescente).
Me dan cierta lástima los chavales de hoy, porque sus vidas están mucho más constreñidas que las de los que fuimos jóvenes en el último cuarto del siglo XX. Hasta los niños se encuentran medio secuestrados, rehenes de un atosigante programa de ‘actividades extraescolares’ y sin tiempo para pisar la calle solos con sus amigos e ir descubriendo el mundo a su aire. Estamos cediendo enormes parcelas de libertad al rodillo de un Estado intrusivo, una UE con paranoia híper regulatoria y unos gigantes tecnológicos que conocen al dedillo nuestra intimidad (y que de propina se lucran publicitariamente con ella, pues logran anticipar nuestros hábitos de consumo).
En España la situación es especialmente agobiante. El Gobierno socialista escupe sobre el certero ruego que hacía en su hora el sagaz ilustrado Benjamin Constant de Rebecque, muerto en París 1830, que decía así: «Rogamos a la autoridad que se mantenga en sus límites, que se ciña a ser justa, nosotros nos encargaremos de ser felices. Nuestra libertad debe consistir en el disfrute apacible de la independencia privada».
En la misma línea, el perspicaz Rebecque se mofaba del celo intervencionista del protosocialista Bonnot de Mably: «El abate Mably quiere que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre». Y eso es, tal cual, lo que está ocurriendo en España.
Hemos perdido gran parte de nuestra libertad económica, pues una Hacienda rapaz dispone del dinero que generamos en nombre de una supuesta justicia social que dista mucho de ser cierta. Además, los inspectores fiscales burlan a veces con su espionaje nuestros derechos constitucionales, sin que una sociedad aborregada se rebele contra ese abuso tolerado.
Hemos perdido libertades domésticas por todas partes. Se regula cómo tenemos que colocar y separar la basura, cómo han de ser los tapones de las botellas y ya ni siquiera podemos circular con el coche que nos hemos comprado por donde queramos (zonas limitadas) o cómo queramos (en algunas avenidas ya te multan si circulas solo). Se exigen formularios propios de un Estado policial para algo tan rutinario como reservar una habitación en un hotel. Incluso las relaciones de alcoba tienen sus protocolos estatales, con las leyes del «solo sí es sí» que en teoría obligan a las parejas a detenerse un momento para preguntar formalmente antes de proseguir.
El Estado pretende establecer también cómo debemos hablar, con un lenguaje inclusivo, distintivo de la izquierda y que aspira a ser obligatorio. En las regiones con las mal llamadas «lenguas propias» se pisotean los derechos de quienes emplean la más hablada, que es el español, en un aberrante ejercicio de ingeniería social. Por supuesto, la corrección política lo anega todo, hasta el extremo de que si un inmigrante recién llegado a España comete un crimen espeluznante se omite su nacionalidad.
El Estado ha impuesto además una lectura política única y sectaria de la historia del siglo XX español, con multa para quien no observe esa «memoria» maniquea. Poner en duda el apocalipsis climático constituye también una osadía que acarrea la proscripción.
Los humoristas se autocensuran (excepto para insultar al cristianismo o a la derecha). Las novelas saben a laboratorio, porque no pueden exceder los cánones de la soporífera corrección política. Canciones y películas que fueron grandes éxitos en los ochenta hoy estarían prohibidas (Los Ronaldos y Loquillo estarían en la cárcel).
Especialmente taimado es el control que ejercen sobre nuestras vidas los titanes tecnológicos. Con solo un centenar de nuestros like en las redes sociales las multinacionales de Silicon Valley nos conocen mejor que las personas con las que dormimos. La compañía de tu móvil y Google saben cuánto caminas, las horas que duermes, qué enfermedades padeces, con quién chateas, a donde viajas y a qué hora… Es una pesadilla orwelliana, que hemos aceptado porque ya no sabemos vivir sin los servicios que nos aportan de forma aparentemente gratuita (aunque se hacen de oro comerciando con nuestra privacidad).
Nos creemos más libres que nunca cuando más esclavos somos. Y si se da a Dios de baja, entonces la derrota se vuelve absoluta. Conejitos corriendo a ninguna parte en la rueda del Estado y de Meta, Google, Amazon y Apple.