En un país sin presupuestos, con un gobierno en el que la supervivencia de una parte depende del debilitamiento de la otra, y un presidente circundado por la Justicia, agotar la legislatura no debiera ser una opción
Si viviéramos en un país con algunas certezas, solo con algunas, el período que se abrirá después de los comicios europeos, sin más elecciones a la vista, podría ser una oportunidad para virar por avante una nave que se conduce desde hace demasiado tiempo sin aparente rumbo fijo. Sea cual sea el resultado. La legislatura parece haber encallado y el 9 de junio no se avizoran cambios de fondo. El comodín de la sorpresa ya fue utilizado por Pedro Sánchez el 24 de abril, que no era el día de los Santos Inocentes sino San Fidel, y a poco que salve algunos muebles, los suficientes para transformar una nueva derrota en la convalidación de su política, lo más probable es que el presidente del Gobierno despliegue la vela mayor aún a riesgo de quebrar el mástil del bajel.
En un período de fuertes perturbaciones como el que estamos viviendo, la búsqueda de certidumbres básicas debiera ser una prioridad. No parece nuestro caso. Lo que esta campaña anuncia es exactamente lo contrario: la intensificación y consolidación del enfrentamiento como norma de conducta política. Y lo asombroso es que se trata de una decisión estratégica con vocación de permanencia. La apuesta, insensata, es apuntalar desde arriba la polarización como hábitat estable de la vida pública, en lugar de ofrecer justamente lo contrario, la búsqueda de zonas de colaboración transversal.
Lo llaman resistencia, pero si son las materias más sensibles de la política exterior las que se utilizan para desviar la atención de asuntos, digamos, incómodos, más bien estamos ante un ejemplo de flagrante irresponsabilidad
En un país sin presupuestos, con un gobierno en el que la supervivencia de una parte depende del debilitamiento de la otra; con un gobierno obligado, tras las elecciones catalanas, a negociar en condiciones aún peores que las hasta ahora constatadas los apoyos de sus socios en el Congreso de los Diputados, y un presidente circundado por la Justicia, el propósito de encadenarse a los plazos formales de la legislatura no debiera ser una opción. Menos todavía si el Partido Socialista cosecha el 9-J un nuevo fracaso. Con Sánchez, el PSOE ha sido desalojado del poder en la mayoría de comunidades autónomas y principales ayuntamientos, y ha dejado de ser alternativa de gobierno en Galicia, en el País Vasco y en Madrid.
Sánchez perdió las elecciones generales, pero se echó en manos de Puigdemont para mantenerse en el poder. Es ya un político en claro declive, lo que probablemente confirmarán las urnas el próximo 9 de junio (San Efrén de Siria). Y, sin embargo, lo que está revelando la campaña de las europeas es que Sánchez está dispuesto a quemar las naves para seguir en Moncloa. Lo llaman resistencia, pero si son las materias más sensibles de la política exterior las que se utilizan para desviar la atención de asuntos, digamos, incómodos, más bien estamos ante un ejemplo de flagrante irresponsabilidad.
Estamos en presencia de un personaje que parece haberse adentrado en ese territorio del que no se regresa y en el que no se distingue la realidad a secas de la construida a base de propaganda y falsificaciones
Sánchez podía haber anunciado que su gobierno reconocería al Estado de Palestina el mismo día que Hamás libere al último de los rehenes. Podía haber dicho, ejerciendo de verdad como promotor activo de un alto el fuego y de una paz duradera -y como interlocutor válido para ambas partes-, que la única guerra que Israel no puede ganar es contra Palestina, y que el único país que no puede permitirse perderla, porque desaparecería, es Israel. Pero optó por sacar provecho personal de la desgracia ajena, por asumir riesgos que un Estado solo debiera permitirse desde la base de un amplio consenso, y por dejar a España fuera de una potencial intermediación.
No estamos ante la congruente administración de sólidos principios, sino frente a la cristalina exhibición del más frío cálculo político. Como ocurrió con el falso amago de renuncia. Estamos en presencia de un personaje que parece haberse adentrado en ese territorio del que no se regresa y en el que no se distingue la realidad a secas de la construida a base de propaganda y falsificaciones. Estamos, para desgracia de todos, ante un político cortoplacista, capaz de estirar en su beneficio una legislatura que casi no ha empezado y ya agoniza. A riesgo de quebrar el palo mayor. Con el permiso, eso sí, del juez Peinado.