Nunca antes estuvo Euskadi tan en manos del PNV. La autonomía real le confiere tal poder que no precisa un aumento cuantitativo de atribuciones, sino que aspira a un salto en la propia naturaleza de ese poder. Ni existen razones capaces de disuadir a Ibarretxe y a Imaz sobre su plan, ni cabe imaginar oferta alguna que les lleve a una simple moratoria.
El recorrido de los veinticinco años de peripecia autonómica nos ofrece una constante que ha pasado a formar parte del paisaje patrio: el gobierno de las instituciones vascas en manos del partido que, más en 1979 que en 1977, emergió como emanación de una memoria histórica sublimada. Pero, si volvemos a repasar las distintas etapas de ese mismo recorrido, es fácil que lleguemos a una segunda conclusión: que el futuro de Euskadi nunca estuvo tan en manos del PNV como lo está ahora.
Hubo momentos en los que el partido fundado por Sabino Arana llegó al copo de las instituciones autonómicas, de las forales y de las locales. Fue antes de la escisión que en 1986 desgajó una buena parte del patrimonio jeltzale para dar a luz a Eusko Alkartasuna. Pero, como la autonomía era todavía incipiente, el PNV necesitaba materializar las transferencias de igual modo que en su día requirió pactar el Estatuto con el fin de dotar al país y de darse a sí mismo un poder real. Tanto es así que una de las críticas que Arzalluz dirigió contra Garaikoetxea en su explicación de la crisis suscitada entre el EBB y el entonces lehendakari fue que éste había contribuido a esterilizar el potencial autonómico enredándose en una confrontación sin resultados con el Gobierno central.
La ruptura protagonizada por EA obligaría al PNV a garantizar su continuidad en la gobernación de Euskadi mediante un pacto de legislatura y posteriores gobiernos de coalición con el PSE-EE. Y ello hasta que fueron mermando las fuerzas de Eusko Alkartasuna y el balance de aquella escisión acabó saldándose doce años después en sentido favorable al PNV. En las autonómicas de 1986, el PNV obtuvo el 16,34% del censo y EA, el 10,91%; en 1998 el PNV alcanzaría el 19,23% y EA descendería al 5,96%. Fue a partir de ahí cuando el lapidario vaticinio que formulara años atrás un burukide se desvaneció de pronto, y el partido de Xabier Arzalluz se vio capaz de coaligarse con su propia escisión.
Lo que distingue el momento actual de otros pasados no sólo es que el PNV parece muy poco necesitado de los demás. La tuerca ha dado otra vuelta, hasta el punto de que los demás ya no pueden ejercer influencia alguna sobre las decisiones del PNV.
Hace dos décadas, la preocupación sobre el monopolio que, en ausencia de HB, ejercía el PNV en las instituciones llevó a sus críticos a utilizar referencias como las del ‘partido único’ o a evocar al PRI mexicano. Hoy el PNV actúa sin arredrarse ante las discrepancias que suscita su proyecto. En las autonómicas anteriores a la escisión de EA, el PNV logró la adhesión del 28,47% del censo electoral en Euskadi. En los comicios de 2001, con una participación superior en diez puntos al de aquellas elecciones, la coalición PNV-EA alcanzó un 33,32% del censo. No puede decirse que haya aumentado el apoyo ciudadano al ahora partido de Imaz. Lo que sí ha aumentado es su independencia política; su impermeabilidad a críticas, reconvenciones, sugerencias o advertencias.
Si la Declaración de Lizarra contribuyó a ampliar la separación entre el nacionalismo y el no nacionalismo hasta convertirla en un abismo insalvable, el diseño y la tramitación del plan Ibarretxe han acabado por institucionalizar la independencia política del PNV. Ningún argumento externo podría hoy hacer recapacitar a los jeltzales respecto a su decidida apuesta. Pero hay más; en la medida en que el plan Ibarretxe y su gestión por parte del lehendakari se han ido convirtiendo en elementos de cohesión incuestionables para el interior de dicho partido, tan sólo una improbable catástrofe política podría llevar mañana a los herederos de Sabino a replantearse su ejecutoria.
Nunca antes estuvo Euskadi tan en manos del PNV. La autonomía real le confiere tal poder que no se ve necesitado de un aumento cuantitativo de atribuciones, sino que aspira a un salto cualitativo en cuanto a la propia naturaleza de ese poder. Ni existen razones capaces de disuadir a Ibarretxe y a Imaz para que revisen de inmediato su plan, ni cabe imaginar oferta alguna por parte de las demás formaciones o por parte del Gobierno central que les lleve a una simple moratoria respecto a sus aspiraciones soberanistas. Fijado su objetivo en el logro de la mayoría absoluta en los comicios de la próxima primavera, el PNV se muestra confiado porque no halla obstáculos insalvables para alcanzar esa meta.
El declive de ETA se ve compensado en el seno de la comunidad nacionalista por la aceptación común de la superación de la fase autonómica. Una coincidencia general que convierte al PNV en administrador único de las energías que contiene dicha comunidad. Pero, junto a la evolución soberanista experimentada por los jeltzales, casi nada de su ideología oficial actual podría recordarnos a la formación demócrata-cristiana que hace un cuarto de siglo cogiera el timón autonómico. En realidad, ha sido esta mutación ideológica, que ha pasado desapercibida para las crónicas políticas, la que ha permitido al PNV transitar de una política de consenso hacia un comportamiento unilateral que ha acabado cuajando en su insólita independencia a la hora de trazar el futuro del país. Lo que queda por ver es si un partido que ha alcanzado tal grado de independencia política puede dirigir el rumbo de una sociedad diversa en un entorno tan interdependiente.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 13/11/2004