EL CORREO 01/02/14
JAVIER ZARZALEJOS
· Sabemos que por bien que vayan las cosas, no vamos a volver a determinadas épocas de vino y rosas. Y esa primera persona del plural incluye a los europeos en su conjunto
En el escenario de la política la representación es tan abigarrada de guiones y actores que resulta difícil apartar la vista del espectáculo. Sin embargo, conviene no mirar realidades mucho más cercanas y mucho más edificantes que tienen que ver con la forma en que la sociedad está lidiando esta profunda crisis que, afortunadamente, encara «un cambio de ciclo clarísimo», como acaba de afirmar Emilio Botín.
España ha sido golpeada por la recesión con una dureza extrema. Pocos niegan que semejante intensidad podría haber sido aliviada considerablemente si se hubiera continuado con el proceso de reformas y modernización de nuestra economía y con la prudencia en el gasto público. Esas reformas ahora han tenido que ser abordadas por el Gobierno del Partido Popular, desde la peor herencia económica –y, a mi juicio, también política– con la que un gobierno ha tenido que vérselas en la historia reciente de nuestro país.
En este contexto que resultaba tan desalentador, la pregunta recurrente de quienes se acercaban a la realidad económica y social de España ha buscado entender por qué no ha habido en nuestro país un estallido social cuando los indicadores objetivos de malestar parecían llevar irremisiblemente a eso.
Con toda seguridad son múltiples las causas que explican que España haya demostrado ser un país mucho más asentado y razonable de lo que algunos podían prever. La economía sumergida es «el sospechoso habitual». Bajo su censura es fácil encontrar una generalizada justificación, al menos funcional, como válvula que alivia la presión del desempleo, lo que no deja de ser una errónea legitimación de la ilegalidad que pagan los demás en forma de mayores cargas. El regreso de una parte de quienes han emigrado a España es también un factor de descompresión pero detrás de este retorno lo que hay es un alivio estadístico. La familia sigue constituyendo una red de seguridad y no sólo por su capacidad de compartir recursos económicos menguantes sino como aglutinador social de una eficacia cohesiva insustituible. Contamos con un Estado de bienestar que funciona y expresa un compromiso redistributivo muy sólido en los ciudadanos contribuyentes que una interesada propaganda oculta al reducir los problemas de sostenibilidad del bienestar a la denuncia de recortes en prestaciones.
Pero tal vez la novedad que también hay que añadir a los factores que apuntalan la estabilidad que tanto sorprende a algunos observadores consiste en que, en medio de la crisis, ha emergido una sociedad civil que no sólo ha dado muestra de su compromiso solidario sino de su capacidad de autoorganización para contribuir a combatir los peores efectos de la situación que atravesamos. Muchos ejemplos los conocemos. Otros son muchos menos notorios. Pero todos integran una verdadera malla de solidaridad y apoyo al margen de planificaciones oficiales que demuestran la realidad y el potencial de una sociedad civil que ni puede ni debe esperarlo todo del Estado.
Precisamente sea este último aspecto –una cultura política que sigue esperándolo casi todo del Estado– el que debe seguir evolucionando e incorporar algunas enseñanzas de la crisis. Todavía se mantiene la idea de que la extensión de la sociedad civil organizada revela un fracaso del Estado, de modo que es la sociedad la que debe asumir una posición subsidiaria respecto al Estado y no al revés.
En vez de reconocer un ámbito propio en el que la sociedad debe fortalecer sus vertebración, se tiende a pensar que el terreno de la sociedad civil es sólo el que deja desatendido el Estado porque no puede o no quiere ocuparlo. Muchas veces hasta el lenguaje lo delata: lo que hace el Estado es solidaridad mientras que lo que hacen las organizaciones de la sociedad civil es despectivamente motejado de «caridad».
Lo cierto es que son muchos los terrenos en los que la sociedad civil puede progresar. Y guste o no, su papel en el modelo de bienestar está llamado a tener una relevancia creciente. Así lo anticipan las reformas más eficaces del sistema de bienestar que se han producido en Europa y que, como el caso de países como Suecia, han unido el mantenimiento de la garantía universal de prestaciones y servicios públicos con una participación activa de la sociedad a través de la libertad de elección y las modalidades de provisión de aquellos.
Sabemos que por bien que vayan las cosas, no vamos a volver a determinadas épocas de vino y rosas. Y esa primera persona del plural incluye a los europeos en su conjunto. Por ejemplo, va a ser muy improbable que podamos seguir financiando el bienestar con deuda y la demografía va a seguir presionando sobre la capacidad de provisión de prestaciones y servicios públicos. El Estado del bienestar va a necesitar no sólo contribuyentes sino aliados y el principal –en realidad, el decisivo– es la sociedad civil y sus organizaciones voluntarias.
Es verdad que una sociedad caracterizada por su individualismo tiene mucho camino por delante para acercarse a ese sentido comunitario que tanto impresionó al Tocqueville de ‘La democracia en América’. Además, dicen los sociólogos que también esos países que han destacado por su músculo social, empiezan a perderlo. Y sin embargo, la realidad de una sociedad que emerge en medio de la crisis para asumir responsabilidades consigo puede ser una de las valiosas lecciones que podamos extraer de estos malos tiempos.