Javier Zarzalejos-El Correo

  • Los máximos beneficiarios políticos y personales del sistema amagan con un pulso que pensarían que ahora sí puede llegar a perder un Estado debilitado

Después de años de ejercer como respetable gestor del autonomismo, al PNV le vuelven los ardores identitarios. Le da minutos a Joseba Egibar y se adorna pactando mociones con Bildu y Elkarrekin-Podemos para pedir la república, el Estado plurinacional y el derecho de autodeterminación. No le ha ido mal al PNV su traje autonomista en esta temporada. Decidió desde Sabin Etxea que Sánchez fuera presidente del Gobierno de España, apoyando una moción de censura días después de pactar ventajosamente los últimos Presupuestos Generales de Rajoy, atrajo a parte del electorado del PP presentándose como el voto útil frente a Bildu, se ha alineado en la ‘coalición Frankenstein’ con provecho para sus pretensiones, quedó como el nacionalismo responsable frente a las aventuras independentistas de sus allegados catalanes y pudo contemplar desde una razonable distancia de seguridad la aplicación del artículo 155 de la Constitución después de la ruptura secesionista en Cataluña.

Pero, claro está, la identidad exige su dosis de recuerdo, sobre todo cuando vienen elecciones y en el espacio nacionalista y republicano los respectivos territorios están en disputa. Bildu aprieta y el PNV no puede perder el paso en la reivindicación soberanista, ni en la gesticulación antimonárquica. A los jeltzales les pasa con Bildu lo que le ocurre a Podemos en el otro lado: se les ha ido la mano blanqueando a una izquierda abertzale que sigue sin condenar los crímenes de ETA (ahora se utilizan circunloquios como eso de que «no han terminado de hacer el recorrido democrático») y no hay otra que intentar proteger todos los flancos de la incursión electoral de Otegi y los suyos. La ventaja es que con Pedro Sánchez también cantando las excelencias de la coalición progresista, que incluye a Bildu, PNV y Podemos, estas declaraciones de soberanismo republicano no van a perturbar el ‘statu quo’ en Madrid de ninguna de las tres fuerzas.

Se nota, sin embargo, que la épica soberanista se está ablandando. Cuarenta años en el Gobierno de la comunidad autónoma difícilmente pueden hacerse pasar por cuarenta años de opresión. Y para que el truco funcione, épica tiene que haber; es decir, hay que salvar al pueblo vasco, recuperar sus libertades milenarias, rescatarlo de la agonía a la que España quiere condenar su lengua y cultura, ser nosotros mismos, o cualquiera de esas apelaciones grandiosas que deben mantener la tensión entre el público haciéndoles creer que los vascos siempre viven en un ‘¡ay!’ jugándose su existencia en un mundo que no les comprende y en un Estado como el español que nació para acabar con ellos.

El terrorismo de ETA cumplió en parte esa función, aportando a la causa una épica asesina que unía a la comunidad nacionalista en torno al relato de la guerra interminable, del conflicto atávico, de la lucha existencial. Una vez que la hegemonía nacionalista, con la violencia etarra actuando como lanzadera, ha hecho de la vasca una sociedad esencialmente cautiva del nacionalismo, el discurso soberanista queda privado de esa retórica agónica de impronta sabiniana.

En el pleno del Parlamento vasco en el que se aprobó la moción republicano-soberanista, Egibar dijo que los vascos no quieren estar sometidos. Teniendo en cuenta que más o menos el 60% de las normas que se aplican también en el País Vasco proceden de la Unión Europea, el ideal solipsista debería incluir la salida de la Unión o al menos una severa crítica al centralismo de Bruselas, para lo que, sin duda, el PNV encontraría apoyos entusiastas en la ultraderecha y la ultraizquierda.

La portavoz de Bildu, por su parte, quiso ser más pedagógica y explicó que, formando parte del Estado español, los vascos no hemos podido decidir cuándo ponernos o quitarnos las mascarillas. Como argumento, para qué engañarnos, tiene un peso relativo y no es probable que mueva muchas voluntades hacia el independentismo. Además, sugiere una llamativa banalización de la causa independentista por los propios independentistas, PNV incluido. ¿Para eso ha quedado la independencia, para las mascarillas?

Al aburrimiento que produce la matraca soberanista se une el recuerdo del engaño al que la referida matraca somete a sus seguidores, pero que -todo hay que decirlo- estos gustosamente aceptan. Secesionistas catalanes que hoy recuperan sus caras más desafiantes se retractaron de sus intenciones cuando tuvieron que dar cuenta de sus actos ante el Tribunal Supremo. Dijeron que iban de farol, que ya sabían que la independencia no era posible, que solo se trataba de presionar al Gobierno para negociar. Aquellos -y estos- héroes de ocasión, máximos beneficiarios políticos y personales del sistema que quieren romper, vuelven con sus juegos de espejos y amagan con un pulso que pueden pensar que ahora sí, ahora un Estado debilitado por quien gobierna puede llegar a perder.