ABC-IGNACIO CAMACHO

El presidente ha dado la consigna de arrollar si es necesario las formas esenciales del procedimiento democrático

EL presidente del Gobierno bonito, decente y digno se ha declarado en rebeldía frente al Parlamento. Así, con un par, porque él lo vale, porque el Senado, donde no tiene mayoría –tampoco la tiene en el Congreso pero se la prestan los nacionalistas y se la alquila Podemos–, no le parece una Cámara con la relevancia suficiente para merecer su respeto. Porque no está dispuesto a que la oposición lo ponga en el aprieto de tener que explicar su doctorado fulero. Con el mismo desprecio con que se muestra alérgico a la prensa que no le manifiesta vasallaje ni acatamiento. Con idéntico desahogo al que utiliza para gobernar por decreto. Con la compacta desfachatez con que evita reconocer sus mentiras, sus contradicciones y sus gatuperios o dispone de aviones y helicópteros oficiales para acudir a una boda o a un concierto. Inmune al sonrojo, refractario al complejo, decidido a resistir de cualquier manera y a cualquier precio. Blindado en el doble rasero que la izquierda se aplica a sí misma por sentirse en el bando correcto.

Hay que admitir que este Gabinete tiene un morro admirable, un fantástico descaro. No pasa semana sin que algún ministro salga retratado en episodios ominosos o pillado in fraganti en un engaño. Cuando no ocultan propiedades entre bastidores societarios aparecen en abierta francachela con policías de turbio pasado. El propio Sánchez ha quedado ante la opinión pública como autor de una tesis impresentable y repleta de calcos que avergüenza al ámbito universitario. Los independentistas lo chulean a sabiendas de que nadie les va a parar los pies ni a poner un reparo. Los dirigentes de la extrema izquierda blasonan, con razón, de la influencia que ejercen en este mandato. Los proyectos se enredan en rectificaciones y cambios y hasta los gestos propagandísticos han dejado de tener impacto. Pero la maquinaria gubernamental no sólo permanece impávida ante el caos, sino que ha señalado como culpable a la tradicional conspiración de villanos: la derecha, el periodismo y las cloacas del Estado. Y ha decretado la consigna de pasar por encima de todo obstáculo, arrollando si fuese necesario –que lo es– las formalidades esenciales del procedimiento democrático. Sin remordimiento, sin excusas, sin mala conciencia, sin embarazo. Con máximo desparpajo, con la frente alta y el mentón afilado. Ni un paso atrás: prohibido el fracaso. Quienes se sienten llamados a una misión redentora, a un destino mesiánico, no se van a detener a rendir cuentas en esa asamblea inútil que es el Senado.

El problema es que actúan así porque pueden hacerlo. Porque no existe un paradigma moral ciudadano capaz de ejercer el imprescindible contrapeso y porque la reclamada regeneración de la política no era más que una ramplona excusa de la vieja polaridad entre «nosotros» y «ellos». Un vulgar pretexto consentido para asaltar el poder sin miramientos.