ABC-IGNACIO CAMACHO
La efeméride constitucional carecería de sentido sin la presencia memorial, simbólica, de su principal artífice vivo
CUANDO Don Juan Carlos de Borbón accedió al trono, en noviembre de hace 43 años, recibió intactos todos los poderes de Franco. Es decir, el mando absoluto del país, un régimen a su medida, un modelo dictatorial que podía manejar a su antojo arbitrario. Un trienio después, en 1978, la Constitución promovida por él junto a Fernández Miranda y Suárez devolvió todas esas facultades políticas a los ciudadanos en la forma de un sistema de libertades organizadas conforme al derecho democrático. Ése es su legado, el que permanecerá siempre en la Historia más allá de interpretaciones y bandazos. La monarquía parlamentaria pasó a ser una institución de autoridad simbólica a cuyo titular seguimos llamando soberano sólo en virtud de un arcaico sustrato semántico: la única soberanía reside en el pueblo, al que el Rey representa en virtud de un pacto que personifica en la Corona la unidad del Estado. Y hasta ese acuerdo, que incluía la línea hereditaria de sucesión, fue refrendado por la inmensa mayoría de los españoles, incómodo dato para el argumentario demagógico de los profetas del fracaso y de sus rancios cantos de sirena republicanos.
Mucho ha tenido que empeorar la calidad moral de nuestra sociedad para que la presencia del monarca emérito en el aniversario de la Carta Magna sea objeto de una polémica que revela un profundo desagradecimiento. La simple duda, zanjada finalmente por Zarzuela, sobre si debe acudir o no al Congreso plantea una reflexión sobre la olvidadiza y displicente volatilidad de este tiempo. El hombre que trazó el camino de la libertad merecería un monumento en cualquier nación que se profese a sí misma un cierto respeto, pero aquí le han retirado bustos, quemado imágenes y repudiado con estridentes muestras de desafecto. La falta de una pedagogía de autoestima democrática ha hecho que su gigantesca tarea quede empañada por unos últimos años de mal ejemplo y por los atrabiliarios negocios de su yerno. Al parecer, en el presente imaginario colectivo importa menos la reconciliación de los bandos de una guerra civil y la construcción de un marco de convivencia nuevo que una foto de caza delante de un elefante muerto.
Es posible que el jueves, en las Cortes, los enemigos de la integridad de España y los autoproclamados mesías del populismo reciban a Juan Carlos con un desplante y algún numerito que en realidad estará destinado a cuestionar la legitimidad de su hijo. No hay que preocuparse: sólo conseguirán retratarse a sí mismos, y en parte a una comunidad que desprecia su pasado y se duele, como decía Gil de Biedma, de un daño que no ha sufrido. La efeméride constitucional carecería de sentido sin el protagonismo memorial de su principal artífice vivo. Por una mínima gratitud de bien nacidos, por una elemental noción de la lealtad y el compromiso, el Rey de la Transición estará donde tiene que estar: en su sitio.