La idea de una democracia sin partidos, asamblearia, no solo es inaplicable en un país moderno, sino germen del peor populismo. Muchos de los problemas que planean sobre la crisis de representatividad son reales, pero no se resuelven absteniéndose, sino ejerciendo el derecho al voto, que implica el de exigir cuentas a los electos y poder cambiarlos cada cuatro años: ahora les toca el turno a ayuntamientos y comunidades autónomas.
Las elecciones sirven para legitimar con el voto a quienes por un periodo limitado van a gobernar desde los distintos niveles de la Administración. Hoy se eligen 68.000 concejales (que elegirán a más de 8.000 alcaldes) y 824 diputados autonómicos (que elegirán a los presidentes de 13 de las 17 comunidades autónomas). La campaña, sin embargo, ha girado preferentemente sobre otras cuestiones. Sobre la legalización de Bildu, los primeros días, y sobre el movimiento de protesta de los acampados en lugares públicos, en la última semana. Este fenómeno ha trastocado las estrategias de los principales partidos, aunque no se sabe si tendrá influencia en el voto.
El PP encaró la campaña en línea con su estrategia de perfil bajo, con el mínimo de propuestas, para evitar incertidumbres que pudieran mover un tablero inclinado hacia su mayoría absoluta en 2012; y buscando el hundimiento socialista como palanca para exigir el adelanto de las generales y cercenar así la posibilidad de que la recuperación llegue a tiempo para evitar o aminorar la derrota del PSOE en 2012.
La estrategia socialista se ha dirigido a movilizar al sector de su electorado potencial atraído por la abstención (entendida como voto de castigo) mediante el discurso de que las políticas de la izquierda para salir de la crisis son muy diferentes de las que aplicaría Rajoy, sobre todo con relación al mantenimiento del Estado de bienestar.
Entre ambas estrategias ha aparecido el movimiento de protesta que ha movido el tablero defendiendo que hay una alternativa a la política que comparten PP y PSOE. Si ese movimiento ha obtenido eco social es porque ha caído sobre un vacío argumental extremo. El PP no ha ofrecido otro remedio al paro que su entrada en La Moncloa, y el PSOE ha respondido considerando al PP de Rajoy una formación de derecha extrema, y negando, contra la evidencia, haber hecho recortes en el gasto social.
Ambos partidos han renunciado a explicar por qué la urgencia de evitar una crisis como la de Grecia obligaba a políticas de austeridad que tendrán reflejo también en los municipios y autonomías. La corrupción, que ha afectado especialmente a esos dos niveles de lo público, no ha conducido a propuestas para atajarla, sino a un intercambio de reproches, tal vez ante su escasa repercusión electoral, según las encuestas.
La crisis ha sido una lupa que ha hecho muy visibles las desigualdades y privilegios, en descrédito de la política. Cuando el principal tema de debate político son los políticos mismos como problema, es lógico que lo que ha unido a esa heterogénea protesta sea el rechazo de los partidos. Sin embargo, la idea de una democracia sin partidos, asamblearia, no solo es inaplicable en un país moderno, sino germen del peor populismo. Muchos de los problemas que planean sobre la crisis de representatividad son reales, pero no se resuelven absteniéndose, sino ejerciendo el derecho al voto, que implica el de exigir cuentas a los electos y poder cambiarlos cada cuatro años: ahora les toca el turno a ayuntamientos y comunidades autónomas.
Editorial en EL PAÍS, 22/5/2011