Con la ley del aborto o la píldora del día después, con la educación sexual que no conoce otro límite que lo técnicamente factible, se va creando una atmósfera de irresponsabilidad en el comportamiento sexual.
Aunque el título quizá debiera rezar en torno a un ‘no debate’. Y no es el único caso de la política española, pues junto al debate, o no debate, en torno al proyecto de ley llamado del aborto, tampoco en otras cuestiones el debate merece el nombre: se discute más de los dedos que indican la cuestión que de los contenidos o de los elementos que configuran los problemas.
En relación al nuevo proyecto de ley que pretende regular el aborto se ha discutido hasta la saciedad sobre el derecho de la Iglesia a opinar -innegable-, sobre el hecho de que los parlamentarios legislan para todos los ciudadanos y no sólo para los católicos -también indudable, pero sin afectar al núcleo de la argumentación de los obispos-, sobre la obligación o no de las menores de edad de informar a sus padres de la decisión.
Todo ello, puede que importante, no afecta, sin embargo, en nada al núcleo de lo que está en cuestión, ni entra a valorar los elementos más importantes que están en juego en el debate. Uno de los argumentos que los defensores del proyecto de ley más han utilizado es el de que la ley anterior se había convertido en un coladero que permitía abortos en cualquier momento con tal de presentar algún certificado de algún psiquíatra.
La cuestión radica en que para corregir problemas reales y graves, en lugar de buscar otras vías, se recurre a un proyecto de ley de nuevo cuño en el que cambia radicalmente toda la filosofía en torno al aborto. Éste deja de ser tratado desde la perspectiva de la despenalización y se eleva a la categoría de derecho indiscutible de la mujer.
Supone éste un cambio radical que conviene analizar en toda su significación. Es cierto que como indican algunos, Rosa Díez por ejemplo, los derechos los establece la Constitución y las leyes positivas los regulan, de manera que ninguna ley puede crear un derecho nuevo como lo hace este proyecto de ley. Pero se puede ir aún más allá: ¿En qué consiste ese derecho? En la construcción de una persona absolutamente soberana, autista, incomunicada, sin relaciones, que en una cuestión que es fruto de una relación sexual, de algún tipo de comunicación, queda eximida de su definición como ser relacional y comunicativo.
En este caso la sexualidad pasa a ser algo totalmente animal, sin consecuencias en la estructura relacional de la persona, de la mujer, pues ésta, después de la relación, después de la comunicación, puede decidir en perfecta, divina y absoluta soledad y soberanía. No otra cosa significa transformar el aborto despenalizado en un derecho incondicionado de la mujer, en el que ni el ‘partner’ de la comunicación sexual previa ni la sociedad pueden ni deben tener interés alguno.
Otra cosa será que la mujer decida continuar adelante con el embarazo, dando lugar al nacimiento de un niño: entonces la sociedad, por mediación del Estado, hará responsable de todo lo habido y por haber al progenitor en una relación y en una comunicación que, hipotéticamente, había dejado de ser tal en el derecho incondicionado de la mujer a abortar.
Otro elemento crucial y de graves consecuencias en el debate es la argumentación a partir de la adecuación necesaria a la realidad social. Es preciso adaptarse a lo que realmente sucede. Se llega a decir que, por supuesto, el aborto es un mal, pero que, ya que existe, es preciso regularlo de la mejor manera posible. Dejando de lado las truculencias que se le añaden a este argumento, esta forma de argumentar viene a incidir en algo que va obteniendo cada vez más aceptación social: bien si se trata de sentencias, bien si se trata de las decisiones a adoptar por un juez, la referencia a la sociedad, a lo que la sociedad entiende o deja de entender, al sentimiento social, a la alarma social, a la realidad social, se convierte en la decisiva fuente de legitimidad de la aplicación del derecho, e incluso del mismo derecho.
Espanta constatar cómo se nos ha llenado la sociedad de hegelianos que no se reconocen como tales: lo real es lo racional, y lo racional es lo real, escribió el filósofo suavo. Una fórmula totalitaria: nada hay que pueda criticar la realidad ni someterla a esfuerzos por mejorarla si toda la racionalidad se agota en la realidad existente.
Uno creía que la modernidad se había conquistado gracias a la capacidad de distinguir entre el ser y el deber ser, entre la evolución y la historia. Uno creía que era patrimonio de la izquierda europea advertir sobre la naturalización de las evoluciones sociales para, sometiéndolas a la crítica racional, luchar por la conquista de la libertad. Libertad que, también para la izquierda europea, nunca se puede plantear desde el autismo y el solipsismo individualista, sino siempre desde la idea del sujeto relacional y comunicativo.
Pero parece que a nadie le importan ya las ideas derivadas de la Ilustración tal y como las entendió un marxismo de voluntad humanista, con intención de evitar precisamente las naturalizaciones a las que lo sometió el mismo Marx. No: hoy se vende como el triunfo del progresismo la realidad social existente, y, lo que es peor, se proclama que el derecho se debe adecuar a esa realidad, en lugar de someterla a un examen de razón.
De la misma forma que por medio de la liberalización de la ley del aborto, con la píldora del día después -y parece que viene la píldora de cinco días después-, con la educación sexual que no conoce otro límite que lo técnicamente factible, se va creando una atmósfera de irresponsabilidad en el comportamiento sexual, aunque se afirme que el fin último de todo es precisamente contribuir a una sexualidad responsable, pero poniendo para ello todos los medios que sólo pueden conducir a lo contrario.
Siempre se ha podido criticar que la Iglesia tuviera un concepto biologista de la sexualidad: vinculada sólo a la procreación. Ahora la izquierda campa por los mismos predios: la sexualidad es a-relacional, manifestación pura y simple de la voluntad de goce sin consecuencias de relación ni de comunicación. ¡Viva el posmodernismo!
Joseba Arregi, EL DIARIO VASCO, 29/12/2009