Fernando García de Cortázar, ABC, 13/5/12
«Uno de los factores más relevantes de la crisis que hoy nos asfixia, y lo que explica el grado de angustia social que ha creado, es esta pérdida de sentido de la historia. La crisis no es solo el malestar económico, sino la imposibilidad de reconocer los elementos de quiebra de civilización que manifiesta»
«LOS hechos son poca cosa: solo le confiaré impresiones». Las palabras de la enigmática protagonista de El hotel encantado, de Wilkie Collins, revelan los atajos tomados por nuestra conciencia para adueñarse de un mundo inteligible y acogedor. La existencia es soportable si los hechos tienen sentido, si la historia se desenvuelve a la medida de nuestra capacidad de comprenderla. Creíamos que el primer derecho del hombre consistía en alcanzar la felicidad, pero hoy nos damos cuenta de que determinadas circunstancias alteran esa jerarquía. El primero, el más esencial de nuestros derechos, es conseguir la comprensión de lo que nos ocurre. Estamos más dispuestos a aceptar el impulso de una desgracia que a dejarnos llevar por la inercia de una tragedia. En los orígenes del mundo clásico, los hombres aceptaban la arbitrariedad de los dioses y las aciagas disposiciones de un destino que no podía intentar quebrantarse sin castigos ejemplares. Durante el medioevo, la Humanidad admitió la existencia del mundo como creación ordenada, sometida a una voluntad e inteligencia suprema, que los hombres reconocían en su implacable o misericordiosa autoridad.
El desarrollo de la modernidad ofreció una autonomía del individuo que establecía las condiciones de su liberación. Pareció una ruptura, pero fue un reencuentro, una reconciliación con el principio mismo de nuestra era. Porque es imposible comprender la obra del catolicismo refundado en los siglos XVI y XVII sin considerar la enérgica defensa de la responsabilidad del hombre en su salvación. La Reforma católica solo puede entenderse como la construcción de un hombre moderno, afirmado sobre su tradición más honda, la que sale al paso de su propio destino, lo fabrica con sus actos y lo inspira con su fe. Se trata de un hombre cuyas creencias deben ser el origen de su conducta y el cimiento de su libertad, nunca un factor que destituya la plenitud de su existencia en la Tierra, convirtiéndola en un peregrinaje compungido.
El hombre moderno halló ante sus ojos un mundo a conquistar, una vida a comprender. La naturaleza y la historia fueron abiertas a sus ojos, y su afán de proyectar su razón sobre las criaturas del mundo y sobre su propia experiencia social llegó a extremos de una indudable ingenuidad o de una peligrosa arrogancia. Pues no se trataba solo de que el hombre pleno, el hombre libre, el hombre enfrentado con su imagen y semejanza de Dios a ese mundo antes oscuro, creyera que su razón le permitía ordenar el mundo y comprenderlo. Llegó a pensar también que el mundo era , en sí mismo, razonable.
Nos sentíamos a salvo. Nuestras impresiones eran la realidad misma. En los tiempos de radicales incertidumbres, como las que iniciaron el pasado siglo, asistimos al enfrentamiento entre utopías que deseaban construir un mundo nuevo y señalaban los instrumentos de ingeniería social o de adicciones míticas para hacerlo. Cuando el hombre temblaba ante la Historia no lo hacía a solas, sino sumergiéndose en el entusiasmo frenético de las creencias terrenales, de las ideologías que respondían a todas las inquietudes, del perfecto acoplamiento entre la inseguridad del individuo y la solemne promesa de una redención generacional. Después de la segunda de las guerras mundiales, pudo apreciarse hasta dónde había llegado la capacidad de gestación de monstruos por la excitación sonámbula de la razón. Desde entonces fuimos más prudentes. La libertad auténtica nos hizo humildes, porque la lucidez del ser libre es averiguar los límites de su voluntad. El trance había sido tan doloroso, el precio pagado había sido tan alto, que la creencia fanática no cedió siempre paso a la convicción moderada, sino que se llegó a considerar posible y benefactora una vida sin principios, una existencia sin el compromiso esencial con nuestro destino, sin la conciencia de nuestra condición, sin la tensión permanente entre nuestra libertad y nuestra responsabilidad al ejercerla. Llegó a pensarse que un mundo sin creencias sería más amable y, sobre todo, más cómodo. Perdimos la necesidad de ese significado último de las cosas, que había alentado en el corazón de nuestro modo de ser hombres y nos había permitido gestionar nuestra existencia.
Uno de los factores más relevantes de la crisis que hoy nos asfixia, y lo que explica posiblemente el grado de angustia social que ha creado, es esta pérdida de sentido de la historia. La crisis no es solo el malestar económico, sino la imposibilidad de reconocer los elementos de quiebra de civilización que manifiesta. Nuestras palabras no aciertan a definir lo que ocurre, solo evocan nuestra aflicción ante la imposibilidad de comprenderlo. Este inmenso silencio del mundo, falsificado por rumores sin sentido y por presuntuosos recetarios que cifran el sufrimiento humano, expresa nuestra indefensión. La crisis ha actuado como una infección oportunista sobre un cuerpo debilitado. El hombre puede sufrir, pero no como un animal. Necesita entender cuáles son las causas de su dolor, necesita comprender cuáles son las razones de un mundo que le atormenta. Lo que nos abruma no es el dolor, sino su opacidad. Lo que nos desorienta y nos enfurece es esa caída en la escala de la creación que nos reduce a seres que sufren a solas con su propia herida. El hombre puede asumir las condiciones de su infortunio, pero necesita poder expresarlo. Pero la ausencia de esas palabras indispensables, que solo se aprecian cuando el bienestar es sustituido por la adversidad, se ha convertido ya en un rasgo de nuestra época.
Hace diez años, cuando el terrorismo abofeteó la siesta de nuestra sociedad satisfecha, intuimos que no podíamos seguir viviendo tan frívolamente. Rebuscamos en nuestros recuerdos comunes aquellos conceptos oxidados, que hablaban del mal y del bien, del carácter sagrado de la vida y de la arrogancia nihilista. Volvimos a valorar el rigor de una cultura basada en la libertad sustancial del hombre y en la justificación universal de su existencia. Estuvimos a punto de descubrir de nuevo lo mejor de nuestra tradición: aquella fibra capaz de amargar la fiesta de quienes creían que el mejor mundo posible es el que carece de requisitos morales. Estuvimos a punto de devolver la fertilidad a una tierra baldía. Pero quizá fue un espejismo, una desfigurada evocación, como la nostalgia de la salud cuando sufrimos una enfermedad sin importancia.
El punto más hondo de esta depresión debería ofrecernos la posibilidad del rescate de nuestra conciencia de hombres. El sufrimiento de ahora es una afrenta que desguaza nuestra posibilidad de sentirnos miembros de una misma civilización. Pero su gravedad es también la ocasión de una esperanza, que requiere buscar las raíces de este desorden en instancias de las que los desequilibrios económicos son una amarga e intolerable manifestación. Deberemos hacer que la realidad sea reconocible de nuevo. Deberemos devolver el sentido a las palabras con las que una vez pudimos interpelar al mundo. Deberemos restaurar el valor de nuestra experiencia de hombres. Y, en nuestra cultura, eso significa seres creados en libertad, inclinados al bien, cuya dignidad solo se alimenta en el respeto a la dignidad de todos. Desde hace dos mil años, esa idea del hombre ha sido nuestra identidad, por encima de las circunstancias variables de la Historia. Acecha en el fondo de cada uno de nosotros, en lo más hondo de nuestra memoria común, en los últimos pliegues de nuestra conciencia. No nos señala el camino más difícil. Nos indica, de hecho, el único camino.
Fernando García de Cortázar, ABC, 13/5/12