Miquel Giménez-Vozpópuli
  • Una persona ha estado enamorada de un arco, la Torre Eiffel y una grúa. Hoy, mantiene relaciones con un patinete. Visto lo visto, me parece normalísimo

Líbrenos el diablo de reírnos de quienes mantienen una parafilia denominada objetofilia, la atracción sentimental hacia un objeto. Quizás sean más felices que quienes entregan su corazón a personas que resultan, al final, más frías que el mármol. Entiendo que prendarse de las hechuras de un microondas, una aspiradora o el buzón de la esquina suene raro. Pero yo les pregunto ¿y los políticos, que están coladitos por su sillón, la moqueta de sus despachos, el Falcon, el coche oficial o la cartera que les dan a los ministros? Emily Brontë dice sutilmente: “Ven, camina conmigo, tú has bendecido mi alma inmortal. Solíamos amar la noche invernal y vagar por la nieve sin testigos”. Sí, se puede prescindir de amores humanos y consagrarse a escribir sonetos a una estufa, ventilador – según época y temperatura – o a esa humilde manta que nos protege, cálida y confortablemente las tardes de sábado, cuando nos desplomamos en el sofá de nuestra propia insignificancia.

Es una óptima forma de evitar los desengaños. Amar a un objeto inanimado y darle el espíritu que nunca nadie nos regaló. ¿Acaso no es el tema de Galatea? ¿No es “El Beso de Bécquer” reflejo de cómo los celos pueden apoderarse de un guerrero de piedra? La atribución de emociones humanas que algunos trasladan al banco de un parque, el volante de un automóvil o el ascensor ¿no serán más soportables que una existencia desesperanzada al lado de alguien que, a pesar de tener sangre en las venas, no tiene nada que ver con el arquetipo que creímos? Cito otros casos: la señora Eklöf decidió casarse con el Muro de Berlín.

Hay poesía en eso, incluso en que la señora quedase destrozada cuando lo derribaron. Otros, lo que demuestra que tampoco es algo tan excéntrico. Hay quien se enamoró de las Torres Gemelas, de una batería de automóvil, de la Estatua de la Libertad, incluso hay quien mantiene relaciones sexuales con una bicicleta o quien penetra, con perdón, el suelo de la calle.

La señora Eklöf decidió casarse con el Muro de Berlín

Toda una epifanía en un mundo donde se venera a humanos abominables. La pureza e inocencia de una bicicleta no tiene parangón. ¿Qué importan al lado de estos amores lo que digan Sánchez, Aragonés, Montero o Feijoo? ¿Qué más da si han espiado o no a cuatro golpistas lazis? Todos los asuntos mundanos siempre son irrelevantes si se los compara con los del corazón; mucho más cuando son totalmente altruistas, cuando brotan sin ánimo de reciprocidad, cuando únicamente son movidos por el impulso primigenio de querer. Porque estos amantes saben que la respuesta que van a recibir será siempre, forzosamente, exigua. O no. Siéntense ante un Velázquez, escuchen una sinfonía de Mozart, relájense en Aranjuez o degusten unas fabes en Llanes. Pueden enamorarse de todo eso sin miedo al desengaño cruel. Incluso podrían votarlos porque, yendo al meollo del asunto, si bien es cierto que poco harían no lo es menos que tampoco serían peores que quienes nos dirigen.

Por mi parte he comunicado a mi señora que pienso cartearme con el microondas con fines amorosos. Platónicos, por los platos que calienta, incluso tazónicos, de taza de café con leche. Siempre será mejor que pactar con Sánchez. O creérselo, lo que es peor que una parafilia. Es una estupidez.