IGNACIO CAMACHO-ABC
Los independentistas se han atrincherado en su ensimismamiento. No parecen tener prisa por salir del punto muerto
ES una foto fija, una imagen congelada, un panorama quieto. La política catalana, o más bien la política del nacionalismo catalán, se ha encasquillado en su ensimismamiento. El bloque independentista, descabezado de líderes, se ha atrincherado en el Parlamento, única institución a salvo de la intervención del autogobierno, y se ha entregado a un legitimismo de salón que no encuentra el modo de salir del punto muerto. Torrent, que es un talibán de la secesión –hay vídeos que retratan su actitud levantisca en vísperas del referéndum– se maneja en un pragmatismo disimulado de retórica emocional sin atreverse a pisar la frontera de la desobediencia que lo conduciría ante el Tribunal Supremo. Está a gusto en su nuevo cargo y no lo comprometerá con decisiones de riesgo. El separatismo es bravucón pero no valiente, y la certidumbre del horizonte penal le atenaza de miedo. Para liberar por las bravas a la patria oprimida le falta cuajo, entereza y capacidad de sufrimiento; sus lacrimógenos dirigentes se derrumban al comprobar que el menú de la cárcel está poco hecho.
Así las cosas, y como algo tienen que hacer para no tragarse el arresto de Puigdemont sin que se les vea el plumero, han subcontratado a los radicales de las CUP para que sacudan la calle y canalicen el descontento. Los antisistema tienen creada una estructura de agitación inspirada en los Comités de Defensa de la Revolución castristas, que ya es casualidad el modelo. Su estrategia es una borroka de baja intensidad con la que están tanteando el terreno para medir fuerza y comprobar hasta qué punto hay masa crítica para una movilización de corte violento. Llevan tiempo soñando con un maidan a la ucraniana y atisban la posibilidad de pescar en río revuelto. Por ahora están hostigando, vieja especialidad de la casa, a los políticos constitucionalistas y a las familias de los jueces que han desmantelado el proceso. Son los que tienen el mayor peligro inmediato porque, iluminados de fanatismo ácrata, están dispuestos a echar gasolina –literalmente– en cualquier incendio.
Por la vía institucional, en cambio, el soberanismo no parece urgido de tiempo. El reloj de la investidura le concede dos meses para prolongar la política de gestos, esa irredenta vacuidad victimista con la que gusta de darse un tinte épico. Aún alberga la vaga esperanza de que la justicia alemana libere a Puigdemont del cargo más grave, el de rebelión, y lo devuelva sin que el magistrado Llarena tenga opción de meterlo preso. Eso sería, sin duda, un revés grave para el Gobierno, y para el Estado una tomadura de pelo. Pero es una hipótesis improbable que, de resultar fallida, obligará a las élites indepes a abandonar el simbolismo testimonial y asumir alguna iniciativa responsable en algún momento. Por ahora parece que la única victoria a que aspira es a dejar, con la ayuda pasiva del PNV, a Rajoy sin presupuestos.