EL CORREO 01/11/14
KEPA AULESTIA
· Rajoy sigue tratando la corrupción como un mal ajeno a La Moncloa cuando sabe que está señalado como presidente del PP
Desde la página 1 La decisión del Partido Popular de eludir un debate parlamentario sobre la corrupción, «porque de lo que se trata es de tomar medidas», se viene abajo con las anunciadas ayer por el Consejo de Ministros. Cuando se dice que España atraviesa una verdadera crisis moral no se está señalando que la gente se haya vuelto de pronto maligna o retorcida. Significa que la corrupción anida y se perpetúa en la perversión de valores y fundamentos éticos, de modo que resulta imposible elevar un dique de contención legal frente a tan implacable carcoma sin dejar en evidencia previamente los equívocos que enredan a la política y a la ciudadanía.
Se da por sentado que la trama de corrupción descubierta por la ‘Operación Púnica’ no ha desviado fondos para la financiación de ningún partido. Que la amplia red extendida por Francisco Granados y David Marjaliza –«organización criminal», en el auto del juez Eloy Velasco– tenía un ánimo de lucro personal o empresarial. El discurso oficial de las formaciones afectadas por este último escándalo –el PP y en segundo plano el PSOE– ha deslizado hacia la opinión pública el criterio moral de que si la corrupción responde a la codicia individual es más despreciable que cuando se emplea para sufragar los costes de campaña de los partidos. Se trata de un criterio inadmisible, porque cuando la trama corrupta es ideada u opera en beneficio de tal o cual organización política no solo compromete a todo un colectivo de afiliados e incluso de votantes, sino que afecta al ejercicio igualitario de los derechos políticos y del concurso electoral.
Los casos de financiación irregular de partidos políticos han ido unidos, la mayoría de las veces, al lucro personal que obtenían los conseguidores. La peripecia de Félix Millet y los fondos captados para el Palau de la Música de Barcelona merece ser catalogada como leyenda de la avaricia compartida. Aunque hay un vínculo más sutil de complicidad entre el latrocinio privado por parte de responsables políticos y, si no la financiación directa, el mantenimiento de los partidos. Ese vínculo es la permisividad, la connivencia pasiva con la que los órganos de dirección colegiada o unipersonal de las formaciones políticas han brindado a los corruptos un amplio margen de actuación. Esa idea de que ‘fulano de tal’ se lo está montando, pero al fin y al cabo lo que hace ayuda a apuntalar las redes de influencia que necesita el partido. El clima de impunidad es el sobresueldo con que los partidos han tratado de compensar la dedicación entusiasta de algunos de sus dirigentes ‘más vivos’.
Los equívocos morales entre el lucro personal del corrupto y la financiación irregular de un pilar tan importante para la democracia representativa, como es el partido político, tienden a exonerar de culpa a la sigla y a la institución, demonizando las conductas personales. Pero curiosamente ese juicio dual entre la corruptela pública y el latrocinio particular presenta una versión propia cuando se trata de la relación entre corruptores y corrompidos y, más en concreto, sobre la ética empresarial. El encuentro que ayer presidió el Rey Felipe VI en Bilbao mostró una tímida asunción de responsabilidad de los directivos de empresa sobre el descrédito que les afecta también. Mejor no sentirse aludidos.
Los autos judiciales tienden a dar cuenta de la concurrencia de responsabilidades en cada acto de corrupción. Pero su lectura pocas veces permite discernir si fue antes el huevo o la gallina. Si es el corruptor quien se acerca a alguien que considera corrompible, o si es éste último quien guiña el ojo al interesado. Lo cierto es que, en comparación con el volumen de corrupción política que administra la Justicia, son contados los casos de denuncia de corruptores por parte de políticos activamente incorruptibles. Bien es verdad que en los últimos meses se percibe una eclosión, si no de denuncias, por lo menos de chivatazos. Del mismo modo que el periodismo de investigación depende de las filtraciones, las instrucciones judiciales cuentan también con delaciones que permiten tirar del extremo de cada madeja.
Es fácil imaginar que la gallina y el huevo se tantean utilizando señales de aproximación, de modo que resulta casi imposible diferenciar entre corruptor y corrompido. Solo cabe discernir entre quién paga y quién cobra. La moralidad dominante confiere a quien cobra una culpa mayor que a quien paga. Y no precisamente por la especial responsabilidad que le atañe como cargo público. Quien paga –digamos que Cofely– estaría persiguiendo su objetivo empresarial. Pero es quien se vende –quien se deja vender o quien toma la iniciativa de ponerse a la venta– el que acaba más señalado. Lo que tiene su correlato en la legislación penal y en la jurisprudencia.
La diatriba pública sobre la corrupción está protagonizada fundamentalmente por los –sospechosos– partidos políticos. Son ellos, y en especial la mayoría absoluta del PP, quienes administran el asunto. Ayer la vicepresidenta Sáez de Santamaría ofreció un argumento cínico para negar un pleno monográfico sobre la cuestión. Alegó que el Gobierno no puede comparecer para dar su versión sobre un mal que afecta a todos porque sus explicaciones no serían consideradas neutrales. En el fondo lo que vino a decir es que el gobierno Rajoy, como institución, no ha incurrido en ninguna actividad irregular, de modo que no podría hacerse cargo de las corruptelas de propios y extraños. El Gobierno es una cosa y el partido otra muy distinta; qué decir del partido en Madrid o en Valencia y de las administraciones de esas u otras comunidades.
Minimizar las medidas de corrección es la mejor manera de dar a entender que el problema no es para tanto. Rajoy se limita a responder a la angustia que se vive en las filas populares pidiendo disculpas, pero no está dispuesto a atender otras reclamaciones. Sería tanto como asumir una responsabilidad personal cuando son los demás quienes se han metido en el barro. Los equívocos morales frente a la corrupción representan la defensa y la condena del poder partidario. Demuestran hasta qué punto la política española está enfangada en la corrupción.