Hace un año el Gobierno catalán expresó su indignación al de España porque había recibido 1.714.000 mascarillas. En realidad, las mascarillas se habían distribuido por provincias, de modo que alguien tuvo que ocuparse de hacer la suma y establecer la conexión. El ‘conseller’ de Interior, Miquel Buch, acusó al Gobierno de entregar a propósito esa cifra para «jugar con la historia de los catalanes (…). Es una cifra simbólica, pero también nefasta», añadió, antes de avisar: «si a alguien del Gobierno de España se le ocurre que la próxima cifra de mascarillas, o de test, o de lo que sea, tiene que ver con el 1939 (…) no se lo permitiremos». El ‘procés’ ha sido una mina de pseudopolémicas como la citada y el atasco institucional de ahora mismo no puede explicarse sin ese rasgo del clima político reinante en Cataluña.
No se trata, sin embargo, de un hecho diferencial. La política española está encuadernada entre la crispación y las pseudopolémicas. La pandemia sirvió para que se llamara asesinos o liberticidas a quienes tomaron medidas para contener los contagios. Las próximas elecciones madrileñas quieren situarse en la épica de los dilemas existenciales: «comunismo o libertad», «fascismo o libertad». Con la música del ‘y tú más’. Todo ello a resultas de la pseudopolémica de Murcia. Si hay una nota distintiva del momento político español es el carácter a la vez enalbado y tóxico del debate público. Se trata de un fenómeno crucial porque es precisamente el debate el instrumento esencial de la política democrática.
A diferencia de la religión, en la política no hay artículos de fe ni una instancia de autoridad infalible. La democracia funciona a partir de unos principios reguladores que descansan, por un lado, en una arquitectura institucional de controles y contrapesos orientados por un horizonte normativo y, de otro, en procedimientos discursivos asentados en la igualdad de los hablantes y en el respeto tanto de los principios como de los procedimientos.
A diferencia de los contextos competitivos puros, la democracia no es un juego de suma cero; al contrario, su objetivo es el bien común. Las estrategias de la tensión, la crispación y la polarización, son por ello nocivas para la legitimidad democrática. Los partidos extremistas explotan la polarización para vaciar el centro discursivo y desplazar el foco hacia posiciones radicales, intolerantes, dogmáticas, excluyentes y sectarias. A la postre, iliberales e inciviles.
La inobservancia de estos principios elementales tiene un grave impacto para la acción política, que se encuentra enfangada en debates insulsos o disparatados, pero a la vez de una alta temperatura emocional. En tales condiciones se normaliza el insulto y la descalificación, se atropella el matiz con la hipérbole, se violentan las normas discursivas y se priorizan los temas en función de su capacidad de hacer ruido y dañar al adversario.
Tal proceder no es solo una falta de respeto entre los actores políticos de distinta sensibilidad, es, sobre todo, una falta de respeto a la ciudadanía que espera de sus representantes un estilo acorde con la responsabilidad que les ha otorgado y con la dignidad de su función. Por otro lado, si se lleva la política al barro sabemos quiénes se encuentran mejor en él: quienes blanden el insulto, las mentiras, los bulos y los hechos alternativos. Si el populismo se encuentra como pez en el agua en tales coordenadas y por eso las favorece desde el lado de la oferta, su generalización tiene consecuencias en el lado de la demanda.
No es un fenómeno solo español: el trumpismo es un estilo en el que se han normalizado las malas artes discursivas, con el consiguiente recurso a la letra gruesa, los chivos expiatorios y la conversión de la política en batahola de gallinero. Seguir alguna de las sesiones del Congreso exige un entrenamiento en desensibilización sistemática. Los asesores de relaciones públicas confieren un enorme poder a este estilo lenguaraz y maleducado. Podría hablarse de una descivilización o asilvestramiento del espacio público.
La pandemia y la gravedad de los envites que comporta han puesto negro sobre blanco el impacto de estas tácticas guiadas por el cálculo partidista, la miopía, el narcisismo, las malas formas, la estupidez o la maldad. Si el coste en términos de consecuencias inmediatas es de una magnitud difícil de exagerar, tanto mayor lo es en términos de legitimidad para el sistema democrático en su conjunto.
Camus propugnaba el diálogo frente a la polémica. Esta, escribió, «estriba en considerar enemigo al adversario, en simplificarle, en negarse a verle. (…) En razón de la polémica no vivimos en un mundo de personas, sino de siluetas». Crispación y polarización se inscriben en esa lógica. El diálogo, en cambio, requiere «el coraje del matiz» (Jean Birnbaum) y una «ética del respeto» (Agathe Cagé). Los niveles de degradación de la vida pública exigen una reflexión y una respuesta tan profunda como urgente.