GIOVANNI ORSINA-EL MUNDO
El autor explica que las principales causas de la crisis democrática que atravesamos deben ser buscadas en el seno de la propia democracia más que en la globalización, la crisis o el desarrollo tecnológico
Sabemos, de antiguo, que la democracia es un proyecto contradictorio. En La democracia en América Alexis de Tocqueville lo constataba con extraordinaria clarividencia y se puso manos a la obra en la búsqueda de posibles soluciones. Desde entonces la cultura francesa ha continuado desarrollando esta reflexión tocquevilliana. Basta pensar, sólo en los últimos años, en Marcel Gauchet, Pierre Manent, Bernard Manin o Pierre Rosanvallon. En el periodo de entreguerras esta contradicción se hizo más visible generando análisis de gran fuerza, sobresalen entre los más potentes el diagnóstico de Ortega y Gasset. En el mundo alemán, por poner un último ejemplo, hoy se habla de la paradoja de Böckenförde, que hace referencia a la afirmación, de 1967, del jurista del mismo nombre: «El Estado liberal secularizado vive sobre unos fundamentos que no puede garantizar».
¿Pero cuál es, en última instancia, esta contradicción? En breve: la democracia promete a quienes la habitan un espacio tendencialmente ilimitado de autodeterminación subjetiva: «Podrás ser y hacer lo que desees». Pero esta promesa es demasiado ambiciosa y la democracia sólo puede cumplir en parte. Para que funcione necesita ciudadanos de un cierto tipo: aquellos capaces de encontrar dentro de sí la disciplina, la capacidad de auto limitarse, que no puede venir de fuera. Sin embargo, la democracia no es capaz de crear este tipo de personas. Al contrario: justamente en virtud de su promesa de autodeterminación termina generando la formación seres humanos diametralmente opuestos. Y con el tiempo, al hacerlo, erosiona sus propios fundamentos.
Después de la II Guerra Mundial la democracia se afirma, o es confirmada, en gran parte de Europa occidental. Sin embargo, aleccionados por los acontecimientos del periodo de entreguerras los europeos optaron por una forma de democracia limitada. Limitada en torno a tres ejes: se aplica en el interior de la esfera pública, pero no en aquella privada de las relaciones familiares y laborales; deja un amplio espacio decisional a organismos tecnocráticos no electivos, nacionales o internacionales; y cuando implica a los ciudadanos no los pone en contacto directo con la toma de decisiones, sino que lo hace indirectamente a través de los partidos y los parlamentos. La opinión pública europea aceptó inicialmente esta forma de democracia limitada. Aún pesaba el recuerdo de las catástrofes de los años 20 y 30. Y el fantasma soviético lo mantiene vivo. Además, el sistema funciona: la economía crece como nunca, las oportunidades se multiplican, el bienestar se difunde.
Sin embargo, a partir de los años 60 los límites de la democracia postbélica comienzan a tambalearse con la promesa de la autodeterminación subjetiva. Comienzan a ser discutidos uno a uno. Si la democracia garantiza a cualquiera la posibilidad de realizar su propio proyecto existencial, no se entiende por qué razón la amplia esfera de la vida privada debe ser regulada conforme a un patrón jerárquico y rígido. Las tecnocracias parecen, cada vez más, instrumentos para disciplinar a los ciudadanos, siempre a favor del neocapitalismo. En definitiva, participar en la vida de una comunidad política no puede consistir en votar cada cuatro o cinco años: es necesario implicarse cotidianamente en el debate pública y conservar un control directo e inmediato sobre las decisiones colectivas.
La rebelión contra la idea de democracia limitada explota con la protesta estudiantil y obrera de finales de los años 60. La crítica que lanzan al sistema no está injustificada, a fin de cuentas: el sistema ha hecho promesas que no puede cumplir. No está claro, sin embargo, qué alternativa tienen en mente. No se sabe cómo pretenden encontrar la cuadratura del círculo entre autodeterminación subjetiva, orden social y acción colectiva. Muchos de ellos aún miran al marxismo. Pero, como explicó con gran lucidez en aquellos años el filósofo católico Augusto Del Noce, en los años 60 el marxismo era ya una ideología que la historia había falsado: esa vía, por tanto, quedaba cerrada.
Incapaz de proponer una alternativa real al sistema, esta protesta ve la extinción de su empuje político a comienzos de los 70. Pero el deseo de emancipación subjetiva continúa siendo poderoso y genera tres consecuencias. En primer lugar, impulsa un proceso de ampliación de los derechos individuales: liberalización de los comportamientos sexuales, reconocimiento de la plena igualdad entre sexos, modifica las políticas de represión hacia comportamientos considerados desviados y se produce una ampliación del Estado de bienestar y los derechos sociales.
En segundo lugar, en el momento en el que se aceptan introducir estás reformas las élites políticas detectan que la democracia se está sobrecargando. Un exceso de individualismo pone en riesgo el orden social. Un Estado de bienestar demasiado generoso desestabiliza las finanzas públicas. Para aligerar este peso sobre las instituciones, entonces, las mismas élites transfieren cuotas crecientes de poder a organismos no políticos: la tecnocracia pondrá freno al deseo de liberación individual, mostrando científicamente cuáles son los límites de lo posible; las instituciones supranacionales, en particular las europeas, restablecerán las reglas de una economía pública virtuosa. El mercado mostrará, para decirlo con Margaret Thatcher, «there is no alternative» respecto a la disciplina económica.
A PARTIR de la mitad de los años 70, en tercer lugar, algunos intelectuales estadounidenses –Christopher Lasch, Richard Sennett o Tom Wolfe– comienzan a describir el tipo humano creado por este impulso hacia la emancipación subjetiva, el cual no encuentra balance en la presencia de proyectos políticos fuertes: el individuo consciente y autónomo soñado por la democracia, a su entender, está degenerando en un narcisista. Patológicamente concentrado sobre sí mismo, aislado, infeliz, el narcisista es víctima de una distorsión cognitiva, puesto que reinterpreta todo a la luz de sus propias necesidades psicológicas. Crea en torno a sí, en suma, un mundo psicomorfo.
Con el tiempo, estos tres fenómenos –la ampliación de los derechos individuales, la pérdida de poder de las instituciones electivas y la difusión del narcisismo– harán cada vez más difícil hacer política en democracia. Y de esta crisis, como de las tentativas para resolverla, se derivan los movimientos llamados populistas. La política tiene como objeto el uso colectivo del poder: debe convencer a las masas para cooperar en la realización de un proyecto sobre la base de una identidad, intereses, sentimientos e ideas comunes. Pero la política carece del poder para realizar cualquier proyecto de este tipo, en parte porque lo ha transferido voluntariamente a instituciones tecnocráticas, económicas o judiciarias. De otra parte, porque se dirige a una sociedad móvil, fluida, proteiforme y conformada por individuos mal dispuestos a renunciar a cualquier espacio de libertad, –cada vez más amplios y más eficazmente tutelados por el derecho– para ponerse la servicio de cualquier proyecto colectivo. En definitiva, ¿cómo podrá la política organizar y orientar a narcisistas, aislados el uno del otro y encerrados, cada uno, en su propio mundo psicomorfo? La única cosa que les aúna, en definitiva, es el rencor hacia quien, según ellos, les hace infelices. Es decir, las más de las veces, la propia política.
Giovanni Orsina es profesor de Historia en la Universidad LUISS-Guido Carli de Roma y autor de La democrazia del narcisismo (Marsilio, 2018).
Texto traducido por Jorge del Palacio