- «Todo lo relacionado con la nueva Ley Audiovisual es un disparate y, desde luego, todo podría ser susceptible de formar parte del guión de una comedia mala de enredos o de un drama lacrimógeno»
Paolo Vasile solía poner un ejemplo para ilustrar sobre la sinrazón de los legisladores españoles y europeos. Decía que mientras un adolescente puede encontrar en internet a una muchacha ‘haciendo el amor’ con un perro, Mediaset podría ser sancionada si alguno de los colaboradores de Sálvame pronuncia la palabra ‘culo’ en horario protegido. Hay mucha razón en esas palabras, pues más allá del incomprensible gusto por lo chabacano de tantos y tantos vecinos del quinto, lo cierto es que existe cierto vicio en los burócratas bruselenses por aplicar el espíritu proteccionista a sectores económicos que tendrían mejores resultados bajo las leyes del libre mercado. Es el caso del audiovisual.
España todavía no ha traspuesto la directiva de servicios de comunicación audiovisual, pero durante su negociación se ha producido un hecho tan habitual como lamentable, y es que el Gobierno ha sido capaz de indignar a todas las partes a las que afectará la nueva normativa. O casi.
La polémica que más focos ha acaparado es la relacionada con el acuerdo que alcanzó hace 12 días con ERC, que pretendía que la nueva Ley Audiovisual obligase a los prestadores de servicios audiovisuales bajo demanda (Netflix, Amazon, Atresplayer, Filmin…) a garantizar que el 6% de su catálogo estuviera en alguna lengua co-oficial. La estupidez de la medida la resumía inconscientemente Enric Juliana en un mensaje que publicaba hace unas horas en sus redes sociales, en el que aseguraba lo siguiente: “En Dinamarca, 5,5 millones de habitantes, el Estado promueve el danés, idioma oficial. Y producen Borgen”.
Y añadía: “La cuestión es si las minorías lingüísticas en España, que suman más hablantes que el danés, tienen a favor el Estado o lo tienen en contra en el actual ecosistema cultural”.
Es normal que cualquiera que invierta la mayor parte de su día en la lectura de novelas épicas conciba la realidad como una pugna entre héroes y villanos. Pero lo cierto es que Borgen, ese producto audiovisual que tanto incita al onanismo a los politólogos de tertulia, triunfó porque es buena. Porque hay un factor innato que ni se compra ni se aviva con cuotas: es el talento, ese bien individual e intransferible. Cuando eso existe, el idioma pasa a un plano secundario. Kafka escribía en alemán porque consideraba que le permitía transmitir mejor que el checo. Menos mal que no nació en Tarragona. Se hubiera enfrentado a la ira de los Juliana. Le hubieran negado la brillantez.
Las medidas proteccionistas rara vez cuidan el talento. Más bien, fomentan estructuras innecesarias, engordan castas y espantan el dinero, que es realmente lo que necesitan los buenos creadores para poder dedicarse a la disciplina artística en la que destacan. Lamentablemente, la ideología y la corrupción política española han alejado al país de ese ideal, lo que ha generado malestar en las grandes empresas de contenidos bajo demanda, que es lógico que observen a Pedro Sánchez como alguien capaz de perjudicar su negocio por mantenerse en el Gobierno.
Lo más curioso es que, al final, ha engañado a ERC, dado que el texto final no incluirá el artículo que obliga a garantizar el 6% de producciones en catalán, gallego o vasco. Lo dicho: unos se sienten estafados, los otros están con la mosca detrás de la oreja por la falta de seguridad jurídica que intuyen en este país.
La ley audiovisual y las televisiones privadas
El borrador también le ha sentado como un tiro a las televisiones privadas -que no son santas, precisamente-, que consideran absurdo que la nueva normativa mantenga las franjas de protección al menor en la TDT, pero no obligue a lo mismo a Netflix o a YouTube, ante la evidente incapacidad técnica. También critican -y ojo a esto- que el borrador de la ley aumente del 0,9 al 3,5% el porcentaje de producción independiente que deben incluir las televisiones en su catálogo, que -consideran- beneficia a las productoras multinacionales francesas. Lo dicen por empresas como Banijay, pero sus palabras resultan significativas en un momento en el que Vivendi -gala- amenaza con hacerse con el control de Prisa.
La forma desastrosa de hacer las cosas de Moncloa también ha provocado que Radiotelevisión Española dé prácticamente por perdido 2022 –el presidente de la corporación ha transmitido a sus consejeros que apenas si habrá cambios- pues la nueva normativa audiovisual no se ha desarrollado a la par que la reforma de la ley de financiación. Por tanto, a partir de 2023 las compañías de telecomunicaciones dejarán de aportar 120 millones de euros anuales a RTVE, pero no se sabe cómo (o si) se compensará esa partida.
Pero aún hay más, pues el Ejecutivo prometió a las ‘telecos’ que les libraría de este ‘impuesto’ sobre sus ingresos en cuanto se aprobara la ley, pero mantendrá esta obligación un año más, lo que les costará algunas decenas de millones de euros -en un momento complejo para el negocio- y lo que ha indignado a la patronal tecnológica DigitalES. Esto podría ralentizar la implantación del 5G en España, advierten estas empresas.
¿Se podría haber coordinado la reforma de ambas leyes para evitar este asunto? Sin duda. ¿Se ha hecho? Eso implicaría competencia; y eso no sobra precisamente en este Ejecutivo perezoso y proselitista. Tampoco en el legislativo, ralentizado por las ansias partidistas de cada grupo.
Sobra decir que las productoras audiovisuales tampoco estarán muy satisfechas con los bandazos del Ejecutivo para contentar a los independentistas, pues cualquier retirada de la inversión de las Netflix, HBO o Amazon en España impactará de forma negativa en su negocio. Todo es un disparate y, desde luego, todo podría ser susceptible de formar parte del guión de una comedia mala de enredos o de un drama lacrimógeno. En cualquier caso, es penoso.