EL MUNDO 02/02/15
ESPERANZA AGUIRRE
Quizás no se haya prestado la suficiente atención a unas declaraciones que, el pasado mes de noviembre, hizo FelipeGonzález, curiosamente justo al salir de una audiencia con el PapaFrancisco. Allí, al ser preguntado por la corrupción en España, el ex presidente socialista afirmó que se había convertido en algo absolutamente agobiante. A continuación, pidió que se actuara de manera eficaz e inmediata contra todos aquellos que se enriquecen de manera ilegal con dinero público. Y añadió una interesante sugerencia: que se incluya en el Código Penal la figura delictiva del enriquecimiento ilícito. Porque, por absurdo que pudiera parecer, ese aumento patrimonial injustificado en un cargo público no está, a día de hoy, contemplado como delito en nuestro ordenamiento jurídico.
No puedo estar más de acuerdo con Felipe González en las dos cosas: en su consideración de que la corrupción se ha convertido en agobiante para la vida política española, y en la necesidad de incorporar ese tipo de delito a nuestro ordenamiento jurídico.
Es absolutamente normal que unos ciudadanos moralmente sanos abominen de los corruptos, los desprecien profundamente y quieran que sean castigados. Y yo tengo la impresión de que la sensación de agobio que los casos de corrupción han creado entre nosotros proviene, en gran parte, del funcionamiento de la Justicia. Por un lado, es extraordinariamente lento; pero es que, además, cuando los corruptos, mucho tiempo después, son condenados, rara vez devuelven el dinero que se han llevado ilegalmente, y todos podemos comprobar cómo siguen viviendo con el mismo tren de vida que llevaban antes de ser condenados.
Esta Justicia tan lenta y esa imposibilidad práctica para lograr que los corruptos devuelvan el dinero robado son dos factores decisivos para que los ciudadanos alimenten la creencia de que la corrupción les sale gratis a quienes la practican. Esa sensación de que existe una especie de impunidad para los corruptos es la que crea el agobio de que hablaba González en Roma.
Sensación de agobio y de desmoralización, que se acrecienta cuando los ciudadanos contemplan cómo los corruptos no devuelven lo que han robado y siguen viviendo, incluso, con ostentación de lujos de difícil o imposible explicación. De ahí que también me parezca plenamente acertada la propuesta de incluir el delito de enriquecimiento ilícito o aumento patrimonial injustificado en nuestro Código Penal.
Esto implicaría la posibilidad de investigar, incluso de oficio, las fortunas y los bienes de que hacen ostentación algunos políticos, que llegaron a esta actividad presumiendo de sus orígenes humildes y que, de pronto, pasan a vivir con un lujo que resulta inexplicable si, durante sus años de servidor público, sólo han percibido el salario que les correspondía.
Una de las maneras de controlar la honradez de los cargos públicos es la de observar si su vida cambia en algo a partir del momento en que llega a ocupar ese cargo. Aunque ahora se habla mucho –y con razón– de la corrupción, no está de más recordar (sobre todo para los más jóvenes) que en los primeros años de nuestra recuperada democracia se hacía el chiste de que muchos de los políticos que llegaban entonces al poder lo primero que hacían era cambiar las tres ces: casa, coche y compañera (o compañero, habría que añadir ahora).
Vigilar esos cambios de nivel de vida es una buena forma de saber si alguien está cometiendo algún delito de corrupción. Aunque también es cierto que el corrupto puede engañarnos y, a veces, nos engaña.
De lo que no cabe la menor duda es de que hay que luchar todavía con más fuerza contra la corrupción. Y la sugerencia de Felipe González, con toda su experiencia y bagaje acumulados, me parece muy pertinente.
Porque lo que los ciudadanos quieren no es sólo que los políticos hagan públicas sus declaraciones de ingresos, sino que expliquen mucho mejor cómo sostienen el ritmo de vida que llevan. Porque viendo cómo viven algunos, es razonable tener muchas dudas acerca de su honradez.