El pacto alcanzado entre el Partido Popular y Vox para formar gobierno de coalición en la Junta de Castilla y León supone un paso inédito de las dos grandes fuerzas de la derecha nacional. Por primera vez el partido a la derecha del PP apuesta por incorporarse a tareas de gobierno renunciando a su estrategia de apoyos puntuales de legislatura como en Andalucía o Madrid. Y el PP acepta correr el riesgo de perder perfil de centro sumando a los de Abascal al Ejecutivo. El acuerdo tiene todos los componentes de un experimento de riesgo político para ambos, por las inciertas consecuencias de una convivencia entre dos fuerzas que compiten a cara de perro por el mismo electorado. Y, en menor medida, por el eventual desgaste que una sistemática acusación de secuestro de los populares por la extrema derecha pudiera erosionar la imagen del gobierno de Mañueco y contagiar el proyecto de Feijóo.
La arriesgada fórmula, sin embargo, refleja la nítida voluntad de un electorado que dejó en las urnas un mensaje difícil de adulterar. Una clara mayoría únicamente alcanzable con la suma de los escaños de PP y Vox con un castigo inmisericorde a Ciudadanos que pasó de doce escaños a uno. El ligero aliento a la propuesta de los partidos localistas no ha sido suficiente para condicionar ninguna de las instituciones claves. Descartada la repetición de lecciones quedaba en el aire la fórmula de dejar gobernar al partido más votado con la abstención del resto. Pero el órdago de Sánchez poniendo como condición una ruptura de todos los acuerdos con los de Abascal y la incorporación a un dudosamente democrático cordón sanitario nunca llegó a ser una propuesta constructiva.
El nivel de riesgo del acuerdo también coloca a Vox ante el espejo de sus contradicciones. Toda su retórica antiautonómica se desvanece ante un pacto que le obliga a gestionar la de Castilla y León con una vicepresidencia, tres consejería y la presidencia de las Cortes, nada menos. Está por ver hasta dónde llega su energía para forzar los cambios en legislaciones de memoria histórica y de género que llevaban en su programa electoral. Su vertiginoso crecimiento electoral desde el burladero de un discurso radical de derecha, pero sin responsabilidades de gobierno, soportará a partir de ahora la prueba de la realidad y la obligación de gobernar para toda la comunidad.
Aunque Alfonso Fernández Mañueco ha hecho lo correcto para dotar a la comunidad de un gobierno estable en tiempos de desolación, quedan por ver los efectos secundarios de esta alianza en la campaña de Núñez Feijóo hacia la Moncloa. Una polarización extrema entre bloques podría movilizar a la izquierda con el mantra del peligro de la extrema derecha y sostener el declinante populismo de Sánchez, Podemos y el nacionalismo periférico. El pacto era necesario pero arriesgado.