Pero todo eso tan solo alimenta nuestro bucle de banalidad. Más grave es que quienes ponen los ojos como bolas de alcanfor al señalar al último pepero supuestamente indultado por Rivera suelen ser los mismos que derraman amargas lágrimas porque Otegi no vaya a poder ser elegido lehendakari este año. Aquí es donde el río de lo banal desemboca en neta ciénaga. Apesta un país que, si hemos de creer a la demoscopia, juzga su político más valioso a un mozo casadero que felicita el cumple al Tirano Banderas de Cuba y luego tilda de «enorme cacicada» la aplicación de la ley vigente, del rubor político y de la mínima decencia, todo lo cual pasa por mantener a Arnaldo Otegi, alias Gordo, a dieta de representación pública.
Sucede que la telecracia ha colgado a tantos corruptos del cadalso mediático que el público ha traspapelado las categorías del mal. Ha extraviado algo tan elemental para una conciencia sana como que mil Bárcenas no llenan ni la mitad del cubo de mierda moral en que flota un etarra. Matar y justificar al que mata es un delito que juega en otra liga ética y ontológica respecto de robar y justificar al que roba: que el Código Penal distinga las penas respectivas por años de prisión no es más que el burocrático procedimiento que la civilización ha encontrado para vaciar de vez en cuando las cárceles y conceder alguna remota oportunidad a la redención. No hace falta leer al Camus de Los justos o al Malraux de La condición humana para deconstruir el aura romántica con que la izquierda –auxiliada por la obsesión dineraria que le inoculó el marxismo, para el que no existe otro mal que el económico– adornó la figura del terrorista, desde el pistolero anarca o el nihilista de bomba Orsini hasta el yihadista de Molenbeek, sin más salida de su paro que inmolarse, según expectoró un eurodiputado podémico en pico de forma. Matar, lo explicó muy bien William Munny, es arrebatarle a alguien no solo todo lo que tiene, sino todo lo que podría tener. Y eso no tiene perdón. A la hora de elegir a sus héroes y a sus villanos, la izquierda –desde Robespierre hasta Lola Ibárruri– no acaba de entender que, en la clásica distinción entre vida y hacienda, la primera siempre es más importante que la segunda. Quizá confunde el orden de los factores porque, a la hora del producto final, todo revolucionario en el poder acaba indefectiblemente con ambas.
Gerardo Díaz-Ferrán, por ejemplo. Ha cumplido la mitad de su condena de seis años por alzamiento. Lleva desde 2015 esperando que un juez del encaste justiciero se digne a revisar su régimen especial de internamiento, módulo de presos peligrosos, a sus 73 primaveras. Nadie, de Vox a CUP, aprobaría que al salir del trullo este hombre se presentase a unas elecciones. Cometió el error de no buscarle una coartada ideológica a su crimen. Pero una sociedad que entre Gerardo y Arnaldo lloriquea en Twitter por el segundo es una sociedad enferma.