Santiago González-El Mundo
Ayer tocaba ir a Madrid a celebrar la Fiesta Nacional. La democracia española ha tenido dos momentos clave en sendos discursos reales: el que hizo Juan Carlos I la noche del 23 de febrero de 1981 y el de su hijo, Felipe VI, el pasado 3 de octubre. Los dos únicos momentos en los que dos jefes de Estado se han dirigido a su nación en medio de dos golpes de Estado.
El primero fue para muchos españoles de mi generación un momento clave en la aceptación de la Monarquía como forma de Gobierno. Aquella noche de lunes empezaron a despejarse las brumas cuando se interrumpió el caos en que los golpistas habían convertido la programación televisiva, desde que ocuparon los estudios de Prado del Rey y se abrió paso el discurso del jefe del Estado vistiendo uniforme de capitán general. Y recordó las órdenes que había impartido a la junta de jefes de Estado Mayor para «mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente» y explicó lo que la Corona, «símbolo de la permanencia y unidad de la patria, no podía tolerar en forma alguna».
Este hombre se ha ganado el puesto de trabajo, pensé para mí. Y volví a pensarlo 36 años largos más tarde, cuando su hijo pronunció otro discurso memorable frente a otro golpe de Estado y me pareció aquella misma noche que Felipe VI había revalidado la legitimidad de la Corona en medio de la crisis. Juan Carlos y Felipe de Borbón han vivido en su familia acontecimientos dramáticos que habían hecho pagar un alto precio a monarcas de su propia familia. Las monarquías constitucionales acaban pagando muy caras las licencias con los golpistas. El bisabuelo del Rey, Alfonso XIII, pagó con el exilio, en 1931, su complacencia con la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Su tío, Constantino II de Grecia, repitió la misma experiencia 42 años más tarde por haber transigido con los coroneles.
Señor, le confesaré que yo, movido por la pasión juvenil y la falta de reflexión, iba para republicano hasta que me torcí aquella noche del 23-F de 1981, al escuchar a vuestro padre una defensa inequívoca de la Constitución que habíamos votado 26 meses antes, y del régimen de libertades que articulaba.
Y empecé a pensar lo que exponía Woody Allen en el desenlace de Annie Hall sobre las relaciones humanas, sobre el tipo que va al psiquiatra y le dice: «Doctor, mi hermano está loco. Cree que es una gallina». El doctor le contesta: «¿Lo ha llevado a un médico?». Y el tipo le contesta: «Lo haría, pero necesito los huevos». Pues eso, más o menos, es lo que pienso sobre las relaciones humanas. Son irracionales, locas y absurdas, pero… las mantenemos porque la mayoría «necesitamos los huevos».
Eso es lo que a mí me pasa con la monarquía. La rechazaría por su criterio dinástico y no electivo, pero necesitamos los huevos y un elemento de moderación que posibilite la convivencia. Elijan a los candidatos más cualificados a la presidencia de la República por sus raíces republicanas ¿Tardà, Rufián, Garzón, Iglesias? Y tiemblen después de haber sonreído un poco.