Miguel A. García Herrera, Juan Luis Ibarra Robles-El Correo

  • Revisada la sentencia del ‘procés’, es precisa una respuesta del legislativo frente a intentos secesionistas que, sin violencia, busquen fracturar la convivencia

El 13 de febrero, el Tribunal Supremo, al revisar la sentencia dictada en el juicio del ‘procés’ para adaptarla al efecto retroactivo de la última modificación del Código Penal, desbarató las pretensiones de los reformadores legislativos. De nuevo, la política de la «nueva etapa de reencuentro con Cataluña», singularmente comprometida en la reducción de la inhabilitación impuesta al señor Junqueras y otros, topó con la interpretación judicial.

Nuestros políticos han asumido sin estridencias que el Tribunal Supremo, en su condición de máximo intérprete del Código Penal, ha ejercido la competencia jurisdiccional que institucionalmente le corresponde. El auto no ha desestabilizado la mayoría parlamentaria que sustenta al Gobierno ni ha supuesto una quiebra en su voluntad de que sea a la política, incluida la política legislativa, a la que corresponda «coser las heridas y recuperar la confianza perdida» por las convulsiones del ‘procés’. Un objetivo que obligaba a navegar por el canal de la soberanía parlamentaria asumiendo el riesgo de quedar varado en los acantilados de la cosa juzgada custodiados por el poder judicial.

Los accidentes en la travesía entre Escila y Caribdis, entre la política y el Derecho aplicado, no han impedido que prosiga el viaje hacia la plena integración de Cataluña en nuestro sistema constitucional. Pero debe repararse la ‘pérdida de aparejo’ producida, que pasamos a exponer.

En la última reforma del Código Penal, entre otros extremos, el legislador deroga el delito de sedición y da nueva redacción a los delitos de desórdenes públicos y de malversación. El legislador funda la supresión del delito de sedición en la falta de claridad y certeza de la conducta típica delictiva basada en la noción decimonónica del ‘alzamiento’, así como en la desproporción de las penas en comparación con las previstas para los delitos contra el orden público en otros derechos europeos. A su vez, define como elemento central del delito de desórdenes públicos, además de la actuación en grupo y la finalidad de atentar contra la paz pública, la ejecución de actos de violencia o intimidación.

En el auto de revisión se concluye que los actos de violencia sobre las cosas e intimidatorios protagonizados por los señores Sànchez y Cuixart el día 20 de septiembre de 2017 encajan en el delito de desórdenes públicos. Y, en sentido contrario, declara que no se corresponden con este delito los hechos imputados a los demás condenados por sedición, ya que los mismos no incluyen los actos de violencia o intimidación, que definen el nuevo tipo penal. En ausencia de estos elementos, los hechos atribuidos a los responsables gubernamentales se declaran constitutivos de un delito de desobediencia.

Con ello, la aplicación judicial del Derecho ha afectado seriamente a la travesía parlamentaria previamente condicionada por las demandas nacionalistas. Al rechazar que exista una identidad sustancial entre la derogada sedición y la nueva definición del delito de desórdenes públicos, la Corte Suprema descubre un sobrevenido vacío legal: en adelante, podría resultar penalmente atípica la acción de los gobernantes catalanes en la medida en que perseguía algo distinto a atentar contra la paz pública y, a su vez, no dio lugar a la violencia propia de la rebelión.

En la argumentación del Tribunal Supremo no luce ningún proceso de intenciones que endose al legislador una eventual voluntad de generar este vacío normativo. Cabe por ello sostener que no es la voluntad del legislador, sino la interpretación judicial que la controvierte la que produce ese efecto. De forma que las «visibles grietas de tipicidad» a las que se refiere la resolución judicial son el resultado de una interpretación jurisprudencial que descarta la inclusión en el delito de desórdenes públicos de aquellas conductas gravemente atentatorias al sistema constitucional, como las producidas durante el ‘procés’, que no se acompañen de una violencia preordenada a ese fin o no impliquen actos de violencia o intimidación.

La continuidad de la travesía entre Escila y Caribdis reclama, por tanto, una respuesta legislativa frente a eventuales intentos secesionistas futuros en los que, sin violencia, desbordando el marco competencial propio y con una desobediencia tenaz al Tribunal Constitucional, se persiga fracturar el marco jurídico constitucional de la convivencia. Una reforma penal que resultará ineludible que se sitúe sistemáticamente en el apartado de los delitos contra el orden constitucional, graduables en función de los medios y efectos.

Deberían intentarlo quienes desde la política siguen sosteniendo legítimamente, remedando al rey Enrique IV de Francia, que la concordia española con Cataluña «bien vale una misa».