Miquel Escudero-El Imparcial
Si el vil metal llega a irrumpir con fuerza en nuestras vidas, las relaciones y la perspectiva de cada cual pueden alterarse y nuestras estimaciones de lo mejor se ponen a prueba. Algunos lo ambicionan hasta la codicia. Las sanciones que se derivan de su falsificación siempre han sido muy severas; incluso la pena de muerte por traición y usurpación de la soberanía. Hace dos siglos y medio, los dólares del estado norteamericano de Maryland indicaban en sus billetes que falsificarlos era causa de aplicación de la pena capital.
Monedero falso recibe el nombre de quien acuña moneda falsa para que pase por buena, un fraude. Esta expresión se emplea también como metáfora de adulteración o disimulo; André Gide tituló una de sus novelas Les Faux-monnayeurs. Como ha señalado el economista Fernando Trías de Bes, las autoridades de ningún modo quieren perder el control fiscal y ven las criptomonedas como una amenaza: “no sólo por razones impositivas, sino también de orden público: evitar contrabando de armas, drogas o sustancias ilegales o de cualquier otro tipo de delito en que el blanqueo de dinero pueda realizarse a través de criptomonedas cualesquiera”. Más allá del dinero, todo es susceptible de falsificación: firmas, escrituras, documentos, reliquias (las de mártires fueron frecuentes en la Edad Media).
En el ámbito literario cabe reseñar en el siglo XVIII a James Macpherson que se inventó poemas del bardo Ossian del siglo III. Y a Thomas Chatterton, quien de niño se inventó al monje Thomas Rowley, del siglo XV, como autor de églogas y que siempre prosiguió con trolas de esa clase.
El periodista francés Harry Bellet ha escrito el breve y documentado libro Falsificadores ilustres (Elba) y recalca la evidencia de que “no hay nada ilegal en imitar el estilo de la obra de otro. Uno se convierte en un falsificador cuando intenta hacerlo pasar por auténtico”. Así sucede en el mundo del arte, algunos de cuyos escándalos más sonados Bellet expone en esas páginas. Por ejemplo, Thomas Hoving, exdirector del Museo Metropolitano del Arte en Nueva York, dijo en 1997 que el 40 por ciento de las obras de su museo eran falsificaciones. Y, por si fuera poco, que también lo eran casi todas las 3.754 obras que el Museo Mimara albergaba en Zagreb.
Claro está que hay falsificaciones malas, pero también muy buenas. Profano en la materia, yo ignoraba que quizá no haya otro caso como el del pintor Johannes Vermeer cuya obra oficialmente reconocida incluye un porcentaje elevadísimo de falsificaciones. Pintor y retratista, Han van Meergeren pudo presumir de engañar al criminal Hermann Göring y fue uno de los principales falsificadores del siglo XX. No pocos expertos se han equivocado al dar por verdadera la autoría de un cuadro. No digamos ya los historiadores del arte, cuya opinión no puede emitir certificados de autenticidad.
Werner Spies, a pesar de ser el mejor experto del mundo en la obra de Max Ernst, fue engañado por Wolfang Beltracchi, un meticuloso artista; de los cinco mil cuadros que identificó en su vida, cometió siete errores. Asimismo, el galerista y mecenas suizo Ernst Beyeler, uno de los mejores marchantes del mundo (‘el ojo absoluto’, se le denominó), erró en varias ocasiones.
Comerciante de arte y gran estafador fue Fernand Legros (nacido en Egipto, en 1931, de padre francés y madre griega, y que murió 52 años después). Sabía que una buena forma de deshacerse de las falsificaciones era llevarlas a una subasta pública, pues eso las hacía figurar en un catálogo. Legros llegó a decir cosas inverificables y variopintas, como que había espiado a Dag Hammmarskjöld (Secretario General de la ONU entre 1953 y 1961), siguiendo órdenes de la CIA. Otros falsificadores renombrados fueron Eric Hebborn y Alin Marthouret. Se podría hablar también de falsificadores que a su vez fueron víctimas de engaño.
Hubo grabados animales prehistóricos, descubiertos en la Cueva Kesslerloch (Suiza), que fueron reconocidos luego como falsificaciones. Seis años después, en 1879, se descubrieron en Cantabria las cuevas con pinturas de Altamira; quedaron en sospecha. En 1902 se admitió la existencia de un arte rupestre. No fue Marcelino Sanz de Sautola quien las descubrió en su finca (como afirma Bellet), sino Modesto Cubillas, su aparcero.
Y tampoco se puede dejar de considerar que uno de los grandes recursos de organizaciones terroristas como Hezbolá o Dáesh es el tráfico de antigüedades. En 2017, el equipo ‘Art and Antiques Unit’ de Scotland Yard (fundado en 1969) disponía de sólo tres investigadores y estuvo a punto de ser disuelto. En Francia, leo, son entre 25 y 30 los miembros de un grupo equivalente de investigadores.