La resurrección política de Felipe González y Alfonso Guerra ofrece al observador un paisaje inédito. Por primera vez se abre en canal un partido que había tenido a gala desde Suresnes (1974), que los inevitables conflictos internos se saldaran de manera incruenta. Dejando víctimas y victimarios en su carrera, pero manteniendo el espíritu de partido como si se tratara de una gran empresa que daba cobijo a todos sus miembros. Unos arrimados al sol que más calienta y otros conformándose con no quedarse a la intemperie. Eso se acabó. Ahora el emblema se reduce a un combate implacable bajo el epígrafe de no hacer prisioneros.
En la designación de Oscar Puente como portavoz del partido frente a Núñez Feijoo hay una elección de actitud política. Arrogancia con el vencedor hasta conseguir sembrar el mensaje de que ni siquiera ganó las elecciones, como si la imposibilidad de hacerse con la presidencia del gobierno significara su insignificancia a efectos políticos. El desprecio a la ciudadanía que incluye ese gesto le importa muy poco, por más que vaya a incrementar la crispación de una mayoría de ciudadanos indignados. Paradojas de la semántica: un Puente va a servir de plasmación de la ruptura de todo puente entre adversarios políticos.
Pero hay más. El desprecio al propio Partido Socialista seleccionando a un tipo que ya había sido marginado por el Presidente ahora en funciones, aunque no se note, dada su bajura ética y su verbo rastrero, que excedía incluso a meritorios tan señalados como Adriana Lastra e Iñaki López, insuperables en sumisión y bajeza. Esta amnistía que viene no desinfla ni pacifica nada. Es un precio para ser presidente.
Démosle las vueltas que queramos, en el fondo si aceptamos la forma de hacer política de Pedro Sánchez o en palabras precisas, sus modos de agarrotarse al poder, no estamos discutiendo nada que tenga que ver con un supuesto “gobierno progresista” sino con el sustento a un líder ansioso que lo mismo puede pactar con Sumar que con Restar, con los nacionalistas conservadores o con los reaccionarios independentistas. ¿Por qué no calificamos a Junts como el Vox de Cataluña? Los de Abascal tienen poco que rascar allí donde el terreno ya está vendido y ocupado. La macana estilística de los nacionalismos identitarios da para los disfraces más singulares.
Pedro Sánchez ha llevado la política a un punto en el que no se debate sobre lo que puede ser progresista o conservador, radical o reaccionario, eso forma la espuma de las palabras. La cuestión radical en si es posible convivir en una sociedad donde las cosas se expliquen, no ya que se decidan a partir de la mente clarividente del Gran Líder, superador de todas las crisis y de todas las malandanzas que le prodigan sus enemigos internos y externos. A veces me pregunto al leer la cascada de elogios y alabanzas, siempre acompañadas del descrédito de los enemigos que atentan contra la Suprema Inteligencia, si estamos metidos en alguna maldición que nos impele a la obediencia debida a quien rige los destinos de no sé sabe bien qué, pero que les parecen magníficos, audaces y dignos de una sumisión ovejuna. La mano del poder provoca gorgoritos de placer cuando se busca la caricia.
La reaparición estelar del que fuera Dúo Dinámico de la consumada Transición tiene una lectura que está tan vedada a la pompa como al resentimiento
Puestos a describir las trayectorias de Felipe González y de Alfonso Guerra, tan paralelas que por definición nunca llegan a encontrarse, aunque vayan juntas, merecen un relato aparte. Acaba de salir a la luz un libro sobre el tema, “Felipe González, el jugador de billar”, pero dejémoslo estar por el momento porque ahora se trata de otra cosa. El PSOE debe afrontar un dilema muy sencillo de expresión y brutal en su práctica. Todo vale con tal de gobernar, empezando por el desprecio al electorado, o hay un límite pasado el cual entramos en el territorio donde las políticas se convierten en tramas mafiosillas, donde nada merece ser explicado, donde todo es secreto porque el chantaje ha devenido un fraude de ley ante la opinión pública.
El descenso del furor nacionalista en Cataluña es ciudadano y electoral, no institucional; la retórica del gobierno minoritario de la Generalidad se mantiene intacto. Aunque ha cambiado artificialmente gracias a la oportunidad de que la presidencia del Gobierno dependa de ellos; apenas un 1% puede decidir el destino de todos. De creer en las baterías artilleras de los medios, el “gobierno de progreso” futuro debería aceptar las condiciones del aliado, que ya alcanzan el techo de lo inconmensurable. Amnistía, referéndum e incluso el pago en especies bajo forma de fiscalidad para un puñado en nombre de todos. Los términos del contrato serán lo suficiente elusivos para hacerlos pasar como valija diplomática.
Bastaría con la amnistía para echar abajo cualquier apariencia de normalización. A eso se llamaba antaño “un trágala”, de nefasta memoria para los liberales. Si hay algo que merezca una tarea insistente es volver a darle a las palabras el significado que tienen. En todo partido siempre coexisten dos cuerpos; el blindado a todo, porque está para llegar a donde ambiciona, y el susceptible de creer en la ciudadanía lo suficiente como para aspirar a gobernar sin despreciarlas. Las creencias son lujos de los que pueden desprenderse.
Pedro Sánchez es ciclista de piñón fijo, si se detiene cae. Tiene prisa por seguir en la presidencia bajo el señuelo del “gobierno progresista” o “plurinacional” o “multifacético”. Una parte de su partido tiene fe en que constituye su única garantía de vida -un sueldo o un apaño-. Lo que es más difícil de entender es que un puñado de avispados y algún que otro cándido se inflamen de pasión por defender lo indefendible, el liderazgo del más golfo, sea progresista o conservador.
Lo que late en la actitud de González y Guerra, aunque no lo expliciten, es la conciencia de que este partido de Sánchez y el inconsútil Zapatero no soportaría dejar el poder, aunque fuera eventualmente. Quizá no se atrevan a anunciar que el PSOE, su obra magna y única, no resistiría incólume en la oposición y que los silencios de ahora se convertirían en cismas. El poder o la nada. Difícil dilema cuando ya se creían perennemente exhibidos en el Museo de los Jarrones Chinos. Han salido en el intento quizá vano de transformarse en vistosas macetas. Van a perder porque estamos en tiempos de redes digitales y ellos jugaron siempre en el campo de lo analógico.