JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS
- Aunque la Europa democrática enarbola con toda legitimidad los valores de la democracia y las libertades individuales ante la invasión de Ucrania, no habrá paz sin concesiones de ambas partes
No es difícil predecir cómo empiezan las guerras; lo difícil es saber cómo y cuándo acaban. La mayoría se hacen irónicamente en nombre de la paz y escuchando a Putin parece que la de Ucrania no es tampoco muy diferente en eso. Contra lo que se dice no comenzó el pasado 24 de febrero, sino hace ocho años, cuando el ejército ruso ocupó Crimea y Moscú proporcionó apoyo, armas, financiación y entrenamiento a los rebeldes independentistas del Donbás. Casi quince mil personas perdieron la vida en esa contienda, ahora brutalmente ampliada. No conviene generar ninguna confusión: el culpable directo de esta catástrofe es Vladimir Putin, denunciado con toda justicia como criminal de guerra ante el Tribunal de La Haya. Pero Occidente miró para otro lado durante años, sin atender las recomendaciones y señales que indicaban la proximidad de un conflicto mayor. Mostraba, eso sí, al igual que ahora, conmiseración por las víctimas. Un europeo universal como Emile Cioran se encargó de recordarnos que “la compasión no compromete a nada; por eso es tan frecuente”.
En julio de 2021 el Kremlin publicó en su página web un artículo firmado por Putin, titulado La unidad histórica de rusos y ucranios. Su argumento era que estos, más los bielorrusos, constituyen un solo pueblo, en contra del cual se estaba tratando de crear “un Estado ucranio étnicamente puro”, enemigo de Rusia, lo que venía generando un estado de cosas “comparable al uso de armas de destrucción masiva”. Esta referencia a la amenaza nuclear parecía un remedo del falaz argumento que George W. Bush, Tony Blair y José María Aznar emplearon para justificar la invasión de Irak. Junto con las operaciones en Afganistán, Siria y otras incursiones menores contra el yihadismo islámico, dichos conflictos han costado la vida a más de 900.000 personas en las dos últimas décadas. Y no se incluyen en esa estadística las víctimas de la primera guerra declarada en Europa después de la caída del muro de Berlín, que desmembró la antigua Yugoslavia y generó una fragmentación de nuevos estados soberanos destinados a ampliar la zona de influencia de la OTAN. Ahora, en apenas diez días, millón y medio de refugiados han traspasado las fronteras de la Unión Europea y es más que probable que las bajas mortales superen ya a las contabilizadas en el conflicto del Donbás.
Al margen la imaginación literaria e histórica de Putin, llena de falsedades y manipulaciones, él acertaba al recordar que la configuración territorial de la Ucrania moderna fue decidida por la Unión Soviética. El drama actual comenzó con el derrumbe de esta última. La Alianza Atlántica aprovechó la coyuntura para extenderse hacia la frontera rusa pese a las promesas y acuerdos firmados con Moscú de que eso no sucedería. La condición exigida por Rusia de que Ucrania quedara fuera de la OTAN es antigua y fue consensuada hace un cuarto de siglo con Estados Unidos. Las advertencias a este respecto de personaje tan poco sospechoso para la Casa Blanca como Henry Kissinger, han sido repetidas veces desoídas. La política del Secretario General de la Alianza, cuya jubilación en el cargo el próximo junio debería servir de ocasión para corregir sus yerros, ha sido lo más parecido a la de un halcón. Menospreció las demandas de reconocimiento y el sentido de humillación que se estaban generando en la Rusia post-soviética. Ahora ni siquiera puede enseñar sus garras para disuadir al enemigo por el temor a empeorar las cosas y desatar una guerra generalizada en Europa.
Para muchos resultó una sorpresa que al terminar la Guerra Fría la OTAN no se disolviera. Sus enemigos potenciales, la URSS y el Pacto de Varsovia, estaban en la lona. Pero en realidad OTAN, más que una alianza militar, era y es el brazo armado de los Estados Unidos en Europa, que decidió confiar su seguridad al paraguas nuclear americano. Con la caída del muro de Berlín, la reunificación de Alemania y la recomposición de las diversas soberanías europeas, Washington se convirtió por unos años en el único poder indiscutible llamado a gobernar la globalización. Hasta que el creciente aislacionismo americano, los fracasos en Irak y Afganistán, la emergencia del coloso chino y los reclamos de otras potencias medianas pusieron de relieve que nos encaminamos a un mundo multipolar. Las reglas de la postguerra fría han periclitado.
Lo importante en el corto plazo es trabajar por conseguir un alto fuego en el conflicto ucraniano, por imposible que parezca. Hay que terminar de manera inmediata con el suplicio de millones de ciudadanos inocentes. Por primera vez en la Historia esta es además una guerra difundida en las redes sociales, donde las víctimas narran en directo, urbi et orbe, terribles padecimientos. La opinión pública mundial, con la excepción de la rusa y de un par de tiranos como Maduro y Daniel Ortega, se encuentra estremecida. La Europa democrática enarbola con toda legitimidad los valores de la democracia y las libertades individuales. Pero no habrá paz sin concesiones de ambas partes. De otro modo, si la contienda no se generaliza, vencerá la muerte sobre la que cabalgan los invasores, pese al heroísmo y el sacrificio de la resistencia.
Las cenizas de las ciudades ucranianas son un recordatorio de que el mal existe, pero también de que en un mundo global estamos obligados a buscar fórmulas de convivencia que respeten culturas, historias y realidades diferentes y en muchos aspectos contrapuestas. Los líderes europeos, los del mundo en general, han de asumir que el equilibrio del poder y la legitimidad de su ejercicio, la seguridad de las poblaciones y el futuro de la humanidad, dependen de su capacidad para establecer acuerdos y elaborar reglas comunes que permitan la existencia de un nuevo orden mundial pese a la diversidad de quienes lo integren. Eso no implica que los demócratas renunciemos a la defensa de los derechos humanos, pero la coexistencia pacífica exige el reconocimiento de intereses, voluntades y convicciones encontradas entre sí. El nuevo orden no podrá estar dominado por una superpotencia ni regresar a la bipolaridad, como Estados Unidos parece intentar. Será un tiempo de mayor complejidad e inestabilidad creciente. También es ilusorio pensar que la potencia nuclear más grande del mundo, el país más extenso, las naciones más pobladas o las culturas religiosas más extendidas no van a reclamar un protagonismo en defensa de sus intereses y sus utopías. Más que en el Atlántico, el polo de atención se va a centrar en el Indopacífico, donde ya es China la dominante. Y el concepto de neutralidad, crucial para contrarrestar la permanente algarabía de las fronteras centroeuropeas, ha caído ya hecho añicos incluso en países como Suiza. Pero quizá la noticia más relevante es que Alemania y Japón, los grandes perdedores de la II Guerra Mundial han decidido rearmarse mientras en Tokio se habla de eliminar la prohibición constitucional de que el país entre en guerra. Durante los tres últimos siglos el mundo occidental ha protagonizado un cierto liderazgo global, con Europa a la cabeza primero, y después los Estados Unidos de América. La agresión de Putin, lejos de fragmentar al viejo continente ha contribuido a anudar sus lazos internos. Pero no debemos sucumbir al espejismo. Como el árbol de la ciencia, la unidad europea o crece o muere. Si quiere perdurar, sus instituciones necesitan una profunda renovación, una recuperación de su autonomía estratégica y una definición de sus intereses irrenunciables. A fin de diseñar un proyecto común en el que Rusia no se sienta humillada ni el resto del continente amenazado por ella.