JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO
- El histórico triunfo del PSOE en 1982 merece una conmemoración que no se vea contaminada por visiones que obedecen a intereses del presente
El histórico triunfo electoral del PSOE el 28 de octubre de 1982 se arriesga a celebrar el próximo viernes su cuadragésimo aniversario tratando de sortear dos sentimientos contrapuestos que podrían arruinar su memoria. Se trata de la nostalgia, de un lado, y el rigorismo, del otro. Entre ambos podrían, el primero, amargar la alegría del evento, con su inoportuna comparación con el presente, y negarle, el segundo, su grandeza con su impertinente moralismo. Mejor será deshacerse de ellos si se quiere recordar los hechos con un mínimo de objetividad.
La nostalgia no es inocente añoranza del pasado. Implica también, a modo de resorte que la dispara, un juicio del presente que va desde la incomodidad hasta el abierto descontento. Es propia de mentes envejecidas, por el mero paso del tiempo o un natural pesimista, que ven los procesos históricos como pasos encaminados a un deterioro inexorable. Cualquier tiempo pasado fue mejor. El presente actual, con sus incertidumbres y desengaños, parece además darles la razón. Nada es como era y nada da el presente de lo que creyeron que prometía el pasado. En tal sentido, la nostalgia, lejos de confundirse con la inocente añoranza que se inhibe de juzgarlo, nace de un desencanto con el presente que conduce, en último término, a rechazarlo. La nostalgia se refugia en el pasado porque desea huir de un presente que la ha defraudado. Y nada peor que el desengaño y el resentimiento para conmemorar el pasado por parte de quienes se sienten sus herederos y cuyo recuerdo querrían aprovechar para engrandecer también el presente que ellos han creado.
El rigorismo, por su parte, o el ‘rigidismo’, como más expresivamente dice el italiano, opera en sentido contrario. Otorga al presente la condición de juez insobornable del pasado. Hereda la intransigencia moralista de quien no admite mácula, por pequeña que sea, a la hora de dar por buena la conducta humana. Y se atiene a aquella máxima tomista -no estuvo fino en esto el de Aquino- de que «el bien, para ser tal, debe serlo en su integridad y al mal le basta, para serlo, que uno de sus ingredientes sea malo». De ese rigorismo ha brotado, a modo de juez justiciero e iconoclasta, la moderna cultura del ‘borrado’ o la ‘cancelación’, que derriba estatuas, destroza cuadros y condena personas, por la simple razón de que fueron en su tiempo lo que el presente dice no ser hoy. Reescribe así la historia desde una visión complaciente con el presente y remite al gran basurero del pasado los males que también a él lo aquejan. Es el modo de operar de un rigorismo hipócrita que se erige en censor de pajas en ojo ajeno y disimulador de vigas en el propio.
Entre una y otro -la nostalgia y el rigorismo- habrá de tratar el PSOE, junto, por qué no, con toda la sociedad, de celebrar aquel noble pasado del que el viernes próximo se cumplirá el cuadragésimo aniversario. No deberá permitirse ignorar su grandeza, por culpa de un rigorismo intolerante, ni tampoco ocultar, cegado por una nostalgia complaciente, sus múltiples y amargas miserias. En tal sentido, bajando ya a la realidad de lo ocurrido, no podrá lo que surgió a flote en el último tramo de aquella empresa que duró casi catorce años -corrupción y guerra sucia- extender la condena que merece a lo que, en los precedentes, se había logrado en términos de modernización, democratización y progreso. La debilidad que al género humano le es connatural ha querido que ni el bien lo sea en su integridad ni el mal deba tenerse por total y omnicomprensivo. Tal es la premisa bajo la que habrán de entenderse pasado y presente para que la Historia no sea un deprimente rosario de resentida nostalgia e intransigente rigorismo.
No es el actual momento propicio para que esto ocurra. La exacerbación que hoy se vive de emociones y actitudes, la llamada y muy real polarización, se erige en obstáculo insalvable. A los rigoristas, la fecha del 28 de octubre de 1982 seguirá recordándoles la culminación del régimen del 78, tan aborrecible por sus inconfesables connivencias; a los nostálgicos, en cambio, el inicio de un período dorado que se evoca con el solo fin de denunciar su degeneración en el presente. Pero, tras la subjetividad que esclaviza el actual juicio de los hechos, llegará un consenso que constate que el período que aquella fecha inauguró es digno de un recuerdo que evite el perverso efecto de esas dos actitudes enfrentadas. Porque ni el pasado ni el presente merecen la total complacencia o condena que una y otra, a turnos y sin razón, les dispensan.