José Luis Zubizarreta-El Correo

No tenemos, contra lo que se ha dicho, el mejor sistema de salud del mundo, pero sus profesionales se cuentan entre los mejores y le salvan con ello la cara

Comienzo estas líneas mientras espero el alta hospitalaria. Sirva esta escueta alusión personal para dar razón de mi prolongada ausencia de esta mi cita dominical con mis lectores, quienes quiera que seáis. Pero no será el inicio de un relato de cuitas personales. Es sólo el punto de apoyo necesario para saldar una mínima parte de la deuda de reconocimiento y gratitud que he contraído con quienes me han cuidado a lo largo de estas semanas de reclusión. No me perdonaría no hacerlo.

Empezaré por la circunstancia. A lo largo de esta desgraciada pandemia, hemos oído repetir a nuestros políticos, con orgullo o como excusa no solicitada, que tenemos «el mejor sistema de salud del mundo». Algunos nos hemos ruborizado al escucharlo. Sabemos que, como otras instituciones, la de nuestra Sanidad se halla, grado arriba, grado abajo, en el nivel que al país le corresponde por su desarrollo socioeconómico y sus opciones políticas. Dejémoslo, por tanto, en un buen sistema, sin alardear del mejor.

De hecho, la pandemia ha venido a poner al descubierto las deficiencias que padece, unas por causas políticas, otras de índole estructural o sistémica. Ha dejado también en evidencia su paulatino deterioro, pues esta nuestra Sanidad ha vivido tiempos mejores y prometido más de lo que ha dado. Racanerías en la dotación de recursos y planteamientos liberales -no hace falta preponerle el ‘neo’ al adjetivo- han frenado el desarrollo que nuestra sociedad le auguraba.

No es, sin embargo, éste el momento de detenerse en la descripción de fallos y errores. Tampoco de pasarlos por alto, por supuesto. Baste con haberlos mencionado. Tiempo habrá -tendrá que haberlo- para ahondar en ellos. La brutalidad de la pandemia, en novedad, intensidad y velocidad de difusión, ha cogido por sorpresa incluso a «los mejores». Pero el alto grado de desconcierto que nuestro sistema de salud ha revelado exige explicaciones endógenas.

Pese a todo, tras llegar al límite del desbordamiento, ha resistido. Y también esta resistencia merece explicación. Después de tantear otras muchas, creo acertar si señalo que esa explicación se encuentra en el dique de contención que, para detener embates, previsibles, aunque no previstos, ha construido su propio personal. Nuestro sistema da, en efecto, el pego. Su resistencia y eficiencia descansan, más que en la solidez de su estructura, en la entrega y el sobreesfuerzo que le inyecta el personal que en él presta servicio. Tras la experiencia de la pandemia, nadie podrá cuestionar tal afirmación. En esta ocasión, arrasada, en un inicio, la primera línea de defensa de la atención primaria, le ha tocado a la hospitalaria cargar con ese exceso de esfuerzo y estrés.

Yo he tenido la oportunidad de comprobarlo en persona. Han sido las Maitane, las Ana, las Leire, las Ane, las María, las Arantxa, las Merche, y todo ese colectivo en su mayoría anónimo y de incógnito, embozado -¡por fin!- en sus mascarillas y ocultos sus ojos tras las gafas protectoras, más atentas al enfermo que a la pandemia, cautas y seguras, a la vez, en su praxis al aplicar el inevitable método de prueba y error que toda novedad impone, los que -o, quizá habría que decir, las que- han dado lo mejor de sí mismas, que es ya mucho, expuestas, como han estado, a todo tipo de riesgo, para sacarle así la cara al sistema y hacernos creer que tenemos, en verdad, «el mejor del mundo». Lo que con ello han demostrado ha sido, sin embargo, que son ellas las que se cuentan entre las mejores y las que, por serlo, adecentan el sistema para que parezca haber recobrado la prestancia que nuestros políticos le -o se- atribuyen y los ciudadanos tenemos derecho a esperar de él.

Nada de lo ocurrido debería pasar sin consecuencias. No ha sido, no está siendo, una galerna violenta, pero pasajera, sino un temporal persistente y recurrente. Y, si a la población se nos exige cambiar de usos y costumbres para tenerlo a raya y detener su propagación, a las autoridades es obligado demandarles que no vuelvan a las andadas. Muchos y graves han sido los errores de previsión, los palos de ciego y la tardanza en la toma de decisiones. Todo habrá de subsanarse. Pero lo que urge ahora es curar las heridas de un personal estresado, extenuado, que se ha ganado el agradecimiento de la población y cuyos riesgos hemos tenido la ocasión de ver muy de cerca con nuestros propios ojos. Si nuestros líderes han usado a ese personal de manto con el que tapar las miserias del sistema, perpetrarían ahora un ultraje si, por desidia, lo dejaran caer en el olvido. Los que han caído merecen duelo. Los que a tantos han ayudado a sobrevivir, reconocimiento, atención y suficiencia de recursos materiales y humanos.