José Luis Zubizarreta-El Correo

  • Que el pesimismo que destila el análisis de este fin de año nada quite a la felicidad que les deseo en esta Navidad ni la prosperidad para el que viene

Como cuando huye uno del león y topa con el oso o apoya la mano en la pared y le pica la víbora», así es como, abusando del dicho de Amós, me siento hoy al escribir este mi último artículo del año. El dilema es, en mi caso, si analizar el triste año que agoniza o anticipar el negro que está a punto de nacer. Ambos, el reciente pasado y el inminente futuro, están minados de similares riesgos a los que el profeta de Israel describía. En mi dilema acechan, si no el zarpazo del león, el abrazo del oso o la picadura de la víbora, el desasosiego personal y la desaprobación del lector. Porque, aparte de la dificultad que la cuestión entraña, mi opinión provocará reacciones encontradas entre quienes se sentirán heridos por tanta negrura en mi análisis y quienes a duras penas encontrarán consuelo en la empatía con que comparto su propia depresión.

Partiré, al menos, de lo que creo comúnmente aceptado. El año que acaba ha sido, en su vertiente política y en lo que toca a nuestro país, descorazonador. Quizá el más desolador de los que ha vivido nuestra reciente democracia. No ha habido en él eventos dramáticos como el golpe de 1981 o el atentado yihadista de 2004, ambos precursores, por cierto, de sendos cambios de Gobierno, pero su grado de inestabilidad y polarización políticas, así como de cutrez humana, ha sido superior al de cualquier otro pasado. Nunca un Gobierno tan débil y errático había tenido que rodearse, para satisfacer su afán de sobrevivir, de un grupo de socios, apoyos y aliados que, como manada de insaciables lechones, se empujan y patean unos a otros en su lucha por hacerse con la ubre de la que más leche mana. Y nunca tampoco una oposición fue tan torpe e inepta a la hora de desaprovechar tamaño desorden gubernamental para hacerse desear como alternativa que mejore lo presente. Sólo el temor a lo peor perpetúa lo malo. Sin atisbo de esperanza.

Todo ello mientras, en nuestra vecindad, las guerras que están librándose en Ucrania y el Próximo Oriente, acompañadas de la incertidumbre que rodea al derrumbe del régimen sirio, así como las viejas y nuevas autocracias que luchan por imponer su orden en el desorden mundial, distraen, empobrecen y hacen irrelevante una Unión Europea que bastante tiene con afrontar su propia falta de cohesión interna y de proyecto estratégico común. Nadie se anuncia de momento capaz de sustituir, no digamos de mejorar, el liderazgo abandonado, como armas de desertor en el campo de batalla, por los dos países que hasta ayer lo habían ejercido y hoy se agotan braceando para salir a flote de su propio naufragio.

Con este año pasado de trasfondo, poco lugar queda para la esperanza de un cambio a mejor a lo largo del que está a punto de empezar. Los presagios son lúgubres. No cabe excluir en nuestro país que, por terca que sea la voluntad de hacer perdurar el actual ‘statu quo’ hasta su término legal, las múltiples causas judiciales que cabalgarán una sobre otra por un largo período de tiempo acaben desestabilizándolo hasta forzar su colapso con una precipitada convocatoria de elecciones. No serían, con todo, éstas inicio de un nuevo ciclo alentador. El clima de polarización y bloquismo que se ha instalado en la política del país y amenaza con asentarse también en la sociedad necesita mucho más que unas elecciones para disiparse y alumbrar otro menos crispado. Las rivalidades son ya odios que, además de tiempo, demandan cambio de personas para mitigarse.

Menos aún cabe esperar de un mundo sumido en un cambio de liderazgos y estrategias cuyo desenlace final ni la más desbocada imaginación podrá vislumbrar. La evitación de la expansión de guerras a escala mundial sería, por sí sola, el colmo de la esperanza. Que de ella surja además un mundo más justo y estable, más hermanado y amable, es, sin embargo, una quimera. En fin, aquí lo dejo, no sea que alguien me diga, como a Schopenhauer su madre, aquello de «podrás quedarte a cenar hoy conmigo, pero a condición de que te abstengas de tu enojoso gusto por todas esas tus quejas sobre este estúpido mundo y esta miseria humana que me hacen pasar mala noche, pues ya sabes que me gusta dormir bien». Así que, en la creencia de que, pese a todo lo dicho, «la esperanza acabará imponiéndose en contra de toda esperanza», como yo mismo citaba el domingo pasado, les deseo de todo corazón a quienes teman, como la severa madre de Schopenhauer, ver turbado su sueño leyendo estas tan deprimentes líneas que la Navidad les traiga felicidad y el Nuevo Año, la más generosa de las prosperidades.