NICOLÁS REDONDO TERREROS – EL MUNDO – 11/01/16
· España está hoy en el momento adecuado para, con un gobierno estable, abrir un periodo de reformas dentro de la Constitución que faciliten acuerdos satisfactorios para la mayoría, renunciando a los extremismos.
«Se modificó, incluso, en relación con los hechos, el significado habitual de las palabras con tal de dar una justificación: la audacia irreflexiva pasaba por ser valiente lealtad al partido, la prudente cautela, cobardía disfrazada; la inteligencia para comprender cualquier problema, una completa inercia. La precipitación impulsiva contaba como virtud… los descontentos siempre eran considerados como dignos de crédito». Son palabras de plena actualidad escritas hace casi 2.500 años por Tucídides, padre de la Historia. En periodos de guerras –él escribe sobre la del Peloponeso– o de crisis, cuando algo está muriendo y no acaba de nacer lo nuevo, los aventureros, los demagogos, los populistas tienen un tiempo propicio.
Y en esas estamos: el régimen del 78 se encuentra en la encrucijada de reforma o sustitución y en ese espacio tan nebuloso como contradictorio, donde las fuerzas de lo que ha sido combaten con las de lo que quiere ser, muchos de los dirigentes políticos españoles se han inclinado por la levedad, el egoísmo y la vanidad.
Asistimos atónitos a cómo los que han obtenido la menor representación parlamentaria desde 1977 creen que impulsados por un «resultado histórico» pueden gobernar, aunque para ello tengan que hilvanar alianzas sorprendentes y riesgosas, que pueden ser su tumba a corto plazo. Al mismo tiempo quienes han perdido más de sesenta diputados, con la legitimidad de los votos y la debilidad del resultado, se disponen a cambiar radicalmente de política para mantenerse en el poder, sin una mínima reflexión crítica sobre las causas de su pírrica victoria. Sólo un partido que se presentaba por primera vez y ha obtenido una representación de 40 escaños, ha esbozado un documento crítico sobre su estrategia electoral. Y mientras, en estos momentos en que la política parece un cuento escrito por idiotas, Pablo Iglesias jr. se mueve ensoberbecido por la política española como si hubiera ganado con mayoría absoluta.
Efectivamente, el PSOE ha propuesto una gran coalición progresista definida únicamente por la voluntad incontrolada de llevar al PP a la oposición. Dicen que es el momento de hablar, de negociar, de pactar con todos los grupos políticos, pero paradójicamente lo harán con todos menos con el partido que ha ganado las elecciones; se justifican diciendo que los españoles han votado cambio y que tienen que ser leales con la voluntad de la mayoría. Pero en realidad quieren decir, por detrás de sus torpes litotes, que apuestan por la confrontación con la derecha española en todos los ámbitos, contradiciendo los pilares básicos del sistema del 78. Así cuando hablan de cambio no se refieren al Cambio del 82 –ante una pregunta al candidato Felipe González sobre el significado del eslogan de la campaña Por el Cambio, dijo sencillamente: «El cambio es que España funcione». Nada menos ideologizado, más trasversal, como se dice ahora–, sino que hace referencia a una sustitución radical de unas políticas por otras, sin ninguna voluntad de buscar para los retos de Estado soluciones compartidas.
En ese espacio, chafarrinado a medias por la ignorancia y la mala fe, las palabras han perdido su significado habitual y en esa política especiosa parece que los dirigentes políticos se mueven con soltura. Pero los hechos incontrolables, la realidad de nuestro país, definida en demasiadas ocasiones por el azar, se aviene mal con las intrigas palaciegas, con las pretensiones sin razones sólidas, con la pusilánime indolencia de quienes esperan que el tiempo solucione lo que su falta de iniciativa política ha contribuido a agravar. Los independentistas catalanes, después de unos meses en los que nos han enseñado hasta dónde puede llegar una clase política situada entre su propia indigencia intelectual, su falta de compromiso con la democracia y el abismo ante el que se ha situado ella misma y a la sociedad catalana, han decidido este sábado pasado, como no podía ser menos, a favor de su propia salvación , aunque sea a costa de una sociedad dividida y enfrentada, de una inestabilidad política que pasará factura a los de siempre.
Todavía esta semana pasada la mayoría de los dirigentes políticos nacionales, también los dirigentes de Podemos, engañados al creer que los independentistas no habían quemado sus naves, que todo se podía solucionar con sonrisas, caras amables o dándoles en parte la razón, apostaban por unas elecciones anticipadas que permitieran a la sociedad catalana solucionar lo que han sido incapaces de solucionar ellos. Algunos han querido seguir creyendo hasta el sábado que el problema se solucionaba con la desgracia o la decapitación política de Mas, sin comprender que estos movimientos impulsados por demagogos, que utilizan las pasiones como arma política y prometen la satisfacción inmediata de todas las necesidades materiales o puramente sentimentales, trascienden en un momento dado a las personas y adquieren su propia lógica, autónoma de la voluntad o la suerte de algunos de sus dirigentes. Durante la campaña electoral y los días posteriores los políticos españoles han preferido creer que era suficiente no hacer nada o claudicar ante los independentistas.
Ni unos ni otros han sido capaces de defender la Transición y la Constitución del 78. Los unos presos de sus complejos ante los nacionalistas, más si estos se proclaman de izquierdas, que les han llevado a una continua e imprudente revisión de todo lo realizado por sus antecesores; los otros, presos de la necesidad de una fuente de legitimidad distinta a la que le dan sus votos, sin fuerzas para desprenderse de una carga que no tienen, que les ha sido impuesta por sus adversarios políticos.
Tan asombrosa ha sido la falta de inteligencia y coraje de la izquierda socialdemócrata a la hora de defender las consecuencias políticas de la Transición ante los ataques de una izquierda populista y de origen leninista, como la indolencia de la derecha. Es paradigmática la fotografía desganada que se hizo Rajoy durante la campaña electoral recordando a Suárez y que era de difícil comprensión al no estar enmarcada en un discurso político creíble y representar ambos personajes realidades tan distintas: si el santo y seña de Suárez fue la capacidad de correr riesgos y de tomar la iniciativa, lo que distingue a Rajoy es la resistencia, la negación; los indudables grandes éxitos del presidente Rajoy durante esta legislatura han sido producto de decir que no, de quedarse donde estaba.
Después del 20D eran muchas las indicaciones para entender que se abría un tiempo de acuerdos entre diferentes, que requería la capacidad de superar siglas; un tiempo de políticas compartidas, de contemplar a toda la sociedad española, olvidando la satisfacción momentánea de «los nuestros». La complejidad de los últimos resultados electorales indica la necesidad de huir de la política de campanario para realizar una nacional, integrada y moderada, que por ejemplo impulse reformas legislativas, que encuentre las bases comunes para desarrollar una política educativa que trascienda los intereses partidarios y que defina una acción de lucha contra las desigualdades sociales, incrementadas por la crisis, y que sólo se puede realizar consiguiendo un crecimiento económico, impulsado por la estabilidad política –desde el principio de los tiempos ha sido imposible lograr disminuir las desigualdades sin crecimiento económico–.
Pero estas expectativas, producto de la inteligencia y la razón, han aparecido debilitadas ante el impulso de la vanidad de unos políticos más preocupados por sobrevivir que por dar una solución sostenible a los grandes problemas de España. Sólo la elección de un presidente de la Generalitat catalana con una hoja de ruta independentista, potencialmente peligroso para todo lo que representa la España del 78, puede hacer reaccionar a los dirigentes españoles. La CUP, ERC y el partido de Mas o como se llame hoy, nos han puesto en la disyuntiva de defender lo conseguido durante estas últimas décadas o satisfacer los intereses partidarios, con divisiones artificiales provocadas por visiones cortoplacistas e interesadas.
Es un momento adecuado para remarcar que con un gobierno estable, –la fórmula la tienen que encontrar los responsables políticos– se puede abrir un periodo de reformas en el que dentro de la Constitución sean posibles acuerdos satisfactorios para la mayoría, renunciando como siempre y en todos los lugares a las posiciones últimas, a los programas máximos, a los intentos de epifanías políticas que tantas desgracias nos han traído en el pasado. Si los políticos españoles logran situarse con grandeza de miras ante los problemas de España engrosarán la brillante lista de hombres de Estado que iniciamos en el año 78 del siglo pasado; si por el contrario permanecen en el ámbito de la política pequeña podremos decir como el orador clásico: «Todo está abolido, abierto, trastornado, la ciudad pertenece a los más pícaros y desvergonzados».
Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.