MANUEL MONTERO-EL CORREO

La moda es el anticapitalismo. Proliferan las movilizaciones anticapitalistas. Buena parte del feminismo se declara anticapitalista. Y del ecologismo. Es un lugar común asegurar que el capitalismo es insostenible.

Avisar del colapso capitalista es un clásico de los observadores, una advertencia progre de décadas de antigüedad. Tras la caída del bloque soviético, en los años 90 remitieron los presagios del fin del capitalismo, pero desde la crisis de 2008 abundan los anuncios de que está en quiebra, de que nos lleva al desastre. La propia Greta Thunberg propone «tumbar por completo todo el sistema capitalista». Dado el éxito que tiene desde su infancia, ahora que es adolescente el sistema tendrá los días contados.

El capitalismo aparece como la madre de todos los males. Parte del Gobierno es expresamente anticapitalista, fenómeno raro en Europa occidental, y el sector socialista elude definirse al respecto, no sea que le digan facha.

¿Y después del capitalismo, qué? Ahí reside el agujero negro del anticapitalismo militante. Las propuestas sobre lo que vendría después son vagas. En las más radicales se detecta la añoranza de una revolución al modo leninista o bolivariano, aunque los modelos históricos no fueron sostenibles -la contaminación alcanzó sus máximos en el mundo comunista-, ni se han distinguido por su feminismo o por eliminar discriminaciones en función de la orientación sexual.

Además, haría falta mucho voluntarismo para imaginar que los dirigentes que produce aquí el anticapitalismo (Iglesias, Montero, Garzón, Díaz, Otegi y etcétera) tienen la clave para organizar algún sistema sostenible, anticapitalista o lo que sea.

No hay que menospreciar la capacidad de llevarse el gato al agua que tienen podemitas y asimilados, pero en general el sentimiento anticapitalista no conlleva sus propuestas de futuro. Viene a ser una queja indeterminada por los males de esta sociedad y la añoranza de un mundo en el que no se produjeran tales fallas. Quizás su éxito se deba a la crítica al capitalismo desregulado, calificado como neoliberal, capitalismo clásico en su versión bruta. Es una de las experiencias capitalistas, pero sirve para el repudio global del capitalismo.

En la práctica, es una especie de anticapitalismo utópico, del que solo queda la imagen de los males actuales y el sueño de mejoras futuras. Sirve para denunciar las fechorías que se atribuyen al capitalismo y poco más, salvo la impresión, tan codiciada, de que estamos ante cambios decisivos. Nos gusta sentirnos en un momento culminante de la historia.

Además del carácter moral que se atribuyen los anticapitalistas, se les pueden apreciar algunas notas comunes. En general, abogan por un mayor papel del Estado en la economía y conllevan cierto repudio del individualismo. Sugieren un futuro más o menos colectivista. Se rechaza íntegramente el liberalismo clásico y la libertad individual queda fuera de las aspiraciones anticapitalistas, salvo en las versiones anarquistas que la identifican con actuaciones antisistema. Incluye también la crítica contra el materialismo, que sería una de las guías del capitalismo.

Subyace una visión mística del Estado, al que, sin las miasmas capitalistas, otorgan una naturaleza cuasi religiosa por su capacidad de traer el bien y de moverse al margen de las concretas aspiraciones humanas, sabiendo siempre qué nos conviene. El empuje místico y compasivo del Estado se confirmará cuando superemos la fase capitalista.

El mundo nuevo del anticapitalismo llegará repitiendo jaculatorias antisistema. La función salvadora que se asocia a la agresividad anticapitalista es uno de los grandes misterios que se derivan del planteamiento. La mística lo puede todo.

Anticapitalismo virtuoso frente a capitalismo desabrido, pues no tiene quien lo defienda. El capitalismo suele percibirse siempre como algo ajeno, gestado y gestionado por fuerzas de las que discrepamos. Los anticapitalistas creen que si les dejaran mover los hilos no ocurrirían las desgracias que nos afligen, buenos son.

Además, defienden un Estado capaz de imponer comportamientos y formas de vida, para cambiar nociones sociales sobre la ecología, el género o las relaciones personales, en una suerte de novedoso autoritarismo moral. Que seamos buenos y al gusto (del mando anticapitalista).

Aunque lo importante, quizás, es hacer la revolución y ya se verá qué sale. Como mínimo, se sugiere reforzar el poder del Estado, aumentar su capacidad de control social y confiar en la bondad anticapitalista. Como el mito se refiere a colectivos y no a individuos, la libertad personal no cuenta.

La idea de superar el capitalismo sin alternativas razonables es como lanzarse al precipicio a ver qué pasa. Resulta fascinante, «no hablando ahora del valor del sacrificio, que siempre es infinito», ya lo dijo el clásico.