Miguel Ángel Aguilar, EL PAÍS, 7/6/2011
La austeridad de las Administraciones debe pasar a ser norma general, cualquiera que sea el color de quienes tengan ahora el poder en municipios y comunidades autónomas. A todos nos hubiera gustado vivir como vivíamos pero pudiendo.
Vinieron las elecciones locales y autonómicas del 22 de mayo y el vuelco de las urnas produjo la alternancia en alcaldías y presidencias regionales. Donde gobernaban los del PSOE pasan ahora a gobernar los del PP. Aunque la recíproca en absoluto vaya a cumplirse, porque los candidatos populares, que comparecían como titulares del poder, resultaron por el contrario convalidados al alza, cualesquiera que fuesen los años que llevaran en el cargo y las imputaciones que pesaran sobre ellos. Un observador atento de la campaña previa hubiera dicho que se trataba de unos comicios al Congreso y al Senado donde el aspirante Mariano Rajoy había logrado establecer el campo de juego y centrar en las cifras de paro el único debate. Contaba con la ventaja adicional de que carecía de antagonista, habida cuenta de que José Luis Rodríguez Zapatero renunciaba a presentar su candidatura en la que hubiera sido su tercera ocasión.
En las épocas indultadas por la Real Academia de la Historia había «unidad de poder y coordinación de funciones», según rezaban aquellas «Leyes Fundamentales» promulgadas por el dictador. Pero ahora el poder está muy diseminado en distintas áreas territoriales. Además, la Constitución que nos dimos en 1978 está basada en el reconocimiento de la soberanía nacional, en las libertades, en el pluralismo y, por consiguiente, la alternancia forma parte de la normalidad. Aquello de que «quien recibe el honor y acepta el peso del caudillaje no puede darse al relevo ni al descanso» ha sido sustituido por el dictamen cambiante de los electores. Por eso, vamos de alternancia en alternancia. A escala municipal y autonómica, el poder también ha ido cambiando de signo con frecuencia variable.
Por eso, es inexplicable la actitud del PP con sus descubrimientos escandalosos del déficit ajeno y la indulgencia sobre aquellos atribuidos a quienes visten su misma camiseta. Aceptemos que una dosis de conflicto es saludable por los esclarecimientos que proporciona. Es lo que hace saltar la chispa luminosa del arco voltaico cuando se aproximan a una cierta distancia ánodo y cátodo. Mientras que el consenso bobalicón mantiene la oscuridad de la pantalla e impide al público de la sala ver la película que se proyecta. La cuestión a graduar es la dosis. La crítica es regeneradora pero, por ejemplo, la que se aplicó a Adolfo Suárez fue desestabilizadora para la democracia y otro tanto puede decirse a partir de 1993 cuando se proclamó el «vale todo» contra Felipe González. Ahora debería primar un cierto sentido de la responsabilidad para no andar jugando con las cosas de comer. Estamos siendo observados al microscopio electrónico. Debe tenerse en cuenta que todo lo que se diga aquí para enardecer a los propios hooligans se escucha en Bruselas, Frankfurt, Londres o Nueva York, y contribuye a la quiebra de nuestra credibilidad. Que los recién llegados se afanen por pintar con exageración la situación heredada tampoco será de gran ayuda. Es la hora de sumar esfuerzos. Serán necesarios también los de quienes hayan sido desalojados del poder. La austeridad de las Administraciones debe pasar a ser norma general, cualquiera que sea el color de quienes tengan ahora el poder en municipios y comunidades autónomas. A todos nos hubiera gustado vivir como vivíamos pero pudiendo. Saldremos. Pero lanzarnos al entusiasmo por el desastre, al cuanto peor mejor, como si así se acortara la distancia para llegar a La Moncloa es irresponsable. «A mí qué si el barco no es mío» dijo Jaimito cuando le advertían del hundimiento. Respuesta inaceptable de quien aspira a ocupar el puente de mando.
Como proponía Karl Kraus (véase la antología de textos en su revista Die Fackel, editada por Acantilado. Barcelona, 2011), se trata de enseñar a ver abismos allí donde hay lugares comunes, es decir, de devolver a la lengua su antigua capacidad de evocación porque esa es la mayor tarea pedagógica para una nación necesitada de salir al paso de la corrupción. Urge, por tanto, distribuir este «manual del perfecto militante contra la dominación simbólica», como definía Die Fackel Pierre Bourdieu. Porque tenemos comprobado que «solo puede existir duda donde existe una pregunta, una pregunta solo donde existe una respuesta, y esta solo donde algo puede ser dicho». Mientras, cuidado con los artistas que logran convertir la solución en enigma. Vale.
Miguel Ángel Aguilar, EL PAÍS, 7/6/2011