ABC 06/10/16
ISABEL SAN SEBASTIÁN
· La «paz» de Timochenko y la de Josu Ternera se componen de una misma sustancia claudicante
SI España tuviese entre sus dirigentes políticos algún émulo de Álvaro Uribe y/o Andrés Pastrana, tal vez nos habríamos ahorrado la humillación de ver al terrorista Arnaldo Otegui celebrar públicamente los excelentes resultados de su partido en las recientes urnas vascas: 18 escaños de 75 en una comunidad autónoma con el censo electoral trucado por la emigración forzosa de doscientos mil amenazados. Acaso las trescientas familias que esperan en vano justicia por el asesinato de sus seres queridos a manos de ETA, en atentados que en muchos casos ni siquiera han sido investigados, conservarían una esperanza que hoy por hoy han perdido. Con toda probabilidad los artífices del cambalache pactado entre el Gobierno de Zapatero y la dirección etarra, pomposamente bautizado como «proceso de paz», se habrían visto obligados a desvelar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad de esos acuerdos vergonzantes que todavía hoy permanecen secretos; los firmantes y también los encargados de honrarlos, ya con el PP en La Moncloa. Seguramente Bolinaga habría pasado al menos un año más en la cárcel, que es donde debía estar, y la decisión de Estrasburgo sobre la doctrina Parot habría sido distinta o, en todo caso, se habría ejecutado a cuentagotas en lugar de poner en la calle de un día para otro a un centenar de delincuentes con las manos manchadas de sangre.
Si España contara entre sus dirigentes políticos con un Álvaro Uribe o un Andrés Pastrana, alguien habría enarbolado aquí la bandera de la dignidad, valerosamente levantada por ellos ante la infamia que se pretendía perpetrar en Colombia bajo la mirada extasiada de una comunidad internacional que jamás desembarcaría en Normandía. Otra «paz» exactamente igual que la nuestra, consistente en premiar con impunidad y poder político a unos terroristas prácticamente derrotados policialmente. Otra «paz» construida sobre el dolor, el sacrificio y la sangre de las víctimas, condenadas a la iniquidad. Otra «paz» basada en poner al mismo nivel la lucha legítima de un Estado de Derecho contra una banda armada y la violencia ejercida por los integrantes de esa horda contra la ciudadanía indefensa. La «paz» de la pistola equiparada a la nuca. La de Timochenko y Josu Ternera. La de los gobernantes cobardes. Claro que aquella, la colombiana, presenta elementos de calibre más grueso que nuestro mezquino apaño, empezando por las cifras de muertos. En esencia, no obstante, se componen de una misma sustancia claudicante, presentan idénticos rasgos, coinciden en mancillar el significado del término «paz» confundiéndolo con rendición. La del honor y el coraje.
El presidente Santos, respaldado por los biempensantes del mundo, estaba dispuesto a pagar la renuncia a las armas del cártel narco-guerrillero con una patente de corso. Se lo impidió el referéndum. Nuestros «pacifistas» patrios se ahorraron la consulta y fueron entregando a su albedrío parcelas de soberanía, que es el tributo exigido aquí por los terroristas y sus cómplices a cambio de perdonarnos la vida. De modo que hoy ETA no mata, pero gobierna múltiples instituciones desde las que perpetúa legalmente el acoso e intimidación que antes ejercían sus encapuchados. ETA ya no mata, pero ha logrado destruir en el País Vasco a las fuerzas defensoras de la unidad nacional, reducidas a escombros. ETA ya no mata, pero ha producido un virus letal para España que ha prendido virulentamente en Cataluña y se contagia con rapidez a otras regiones. ETA ya no mata, pero desde luego está lejos de haber sido derrotada. Y ni siquiera tenemos a un Uribe o un Pastrana que se atrevan a decirlo en voz alta.