Ignacio Camacho-ABC

  • Tanto empacho de épica y tanto relato churchilliano para fracasar en la simple compra de material sanitario

En esta era política dominada por los gurús de comunicación, los consultores, los storytellers y demás creadores de relatos, algunos dirigentes impregnan sus discursos de un tono épico impostado en el que los redactores introducen un exceso de tópicos churchillianos. Definida la epidemia como una guerra, los aparatos de propaganda buscan en el gobernante británico el arsenal de retórica resistente con el que tratar de construir un liderazgo, y a veces lo mezclan con ecos de las charlas de Roosevelt en un cóctel que acaba resultando más empalagoso y cargante que dramático. Sobre todo cuando el recurso retórico al sacrificio no va acompañado del correspondiente esfuerzo simultáneo de quienes están al frente de la línea de mando. Tanta elocuencia altisonante

y tanta grandeza de saldo conducen al empacho si la simple compra de un cargamento de material sanitario, que no es una cosa particularmente heroica, desemboca en un clamoroso fracaso. De lo primero que se ocupaba Churchill, antes de fortalecer la moral de sus conciudadanos, era del armamento de los soldados.

Es difícil, además, que el pueblo acepte llamamientos trascendentes de un Gobierno en el que no se observan más que titubeos, rectificaciones, improvisaciones y palos de ciego. Las medidas se suceden como al azar, sin atisbo de la existencia de un plan estratégico, y a menudo sufren correcciones entre el momento de su anuncio y el de la publicación del decreto. Se entiende que esta crisis, por su carácter inédito, exige movimientos adaptativos que han de decidirse con enorme premura de tiempo, pero lo que el Ejecutivo transmite es una flagrante sensación de desconcierto. Cada reunión del Gabinete se convierte en un forcejeo entre los ministros socialistas y los de Podemos, y las apelaciones a la unidad nacional no se compadecen con la ausencia absoluta de voluntad de acuerdo. Luego está el espectáculo diario del comité técnico, cuyos portavoces llevan semanas vendiendo el famoso «pico» de enfermos mientras crece de forma inquietante la cifra de muertos. En estas condiciones, la apelación enfática al coraje y al sufrimiento resulta una parodia de los líderes verdaderos. Sin asunción de responsabilidades -«si quieren quejarse cúlpenme a mí», ha dicho el gobernador neoyorquino Andrew Cuomo-, escudándose en fantasmales expertos, la solemnidad compungida del presidente no pasa de un mero gesto ortopédico.

Suena hueca esta narrativa de la perseverancia diseñada por asesores que confunden la gobernanza con una técnica publicitaria. Para generar confianza le falta autenticidad, altura de miras, compromiso, y le sobra fingimiento, artificio, trampa. Y lo que queda es una paráfrasis deshilachada, una pantomima espuria, un vulgar remedo de un gigante con cuya resonancia legendaria ningún político mediocre puede construirse una máscara sin dejar al descubierto el cartón de la farsa.