José María Ruiz Soroa-El Correo

  • El poder en Euskadi lo poseen las élites políticas. Ese dominio sin contrapesos facilita un proceso inflamatorio de quiebra repentina del estatu quo

Resulta fascinante para el aficionado a la Historia observar cómo el presente, más de un siglo después, parece imitar a un concreto pasado. Me refiero a las acusadas similitudes que presenta la forma de estar en España a la que ha llegado el País Vasco en el siglo XXI con la forma de estar que tenía en la época dulce de la foralidad, en los años centrales del siglo XIX. Existen diferencias, luego las señalaremos, pero los parecidos de fondo son sorprendentes.

Primero, la existencia de un régimen institucional de autogobierno muy extenso y profundo, provisto de una capacidad para administrar eficazmente la vida cotidiana de su sociedad cualitativamente distinta de la existente en el resto del reino. El ‘arreglo foral’ de 1839 dejó formalmente en la ambigüedad el estatus de las provincias exentas, pero legitimó de hecho el paraíso foral protagonizado por las diputaciones. Hoy aparece un País Vasco que, ciertamente, no es un Estado, pero desde luego tampoco es una región o una comunidad autónoma. Es lo más parecido a un Estado que cabe sin llegar a la independencia. Es el apogeo del estatus de singularidad vasca respecto al resto de España.

Segundo, esa singularidad es inclasificable dentro de la teoría sobre los modelos territoriales de Estado y, además, sus protagonistas prefieren que se mantenga en esa borrosidad, sin definición exacta. Su anclaje constitucional, en ese sentido, no deriva tanto de normas racionales positivas cuanto del mutuo acuerdo entre poderes de que la historia es suficiente para ello. Es el triunfo de la «prescripción» de Edmund Burke como título de legitimación, aquello que existió tiene derecho a permanecer actualizado, sean los Fueros ayer, sean los derechos históricos hoy. ¿Y quién determina el contenido de la historia? Pues la perseverancia y el pragmatismo de la política.

Si políticamente la singularidad se ha convertido en el suelo común de todas las tendencias ideológicas, la creencia simbólica que impregna ese peculiar sistema es tan universalmente aceptada que en cierto sentido se ha naturalizado: es la forma natural de imaginar o pensar la vida colectiva de los vascos sobre los vascos. Igual que los hitos canónicos del foralismo acumulados por los turiferarios de las diputaciones eran un pensar común en la sociedad de notables del XIX, los hitos meollares del nacionalismo son hoy creencias dócilmente aceptadas por toda la sociedad democrática. No su música, sobre todo cuando se pone estridente, pero sí su letra.

Este régimen apócrifo, singular y pacíficamente aceptado entrañaba y entraña un mejor vivir de los habitantes del territorio si se les compara con el común español. Hoy se plasma en un Estado de Bienestar mucho más amplio que el general peninsular que, además, está dotado de válvulas protectoras, Como antes funcionó la hidalguía universal, hoy la peculiaridad lingüística garantiza la reserva de los buenos empleos a los autóctonos, sin competencia del exterior, y al mismo tiempo permite que el excedente compita en el mercado español en igualdad de condiciones.

Este mejor vivir se fundamenta en realidad en un sistema desequilibrado de contribución a lo común, pero la población está convencida de que se debe a su esfuerzo y capacidad de administración. También el privilegio -que en la época foral era justificado en «la pobreza de estas tierras»- se ha naturalizado, adoptando como es lógico unas señas culturales acordes a los tiempos y a la elevada autoestima (un eco del ‘más valer’).

Diferencias, en lo esencial, dos. En primer lugar, el sistema de cierre privilegiado por respecto a España beneficia hoy a la totalidad de la ciudadanía y no sólo a una oligarquía de notables como en el pasado. En segundo, si la población vasca era en el XIX de un tradicionalismo reaccionario preilustrado, hoy puntúa muy arriba en el ránking de izquierdismo dentro del conjunto español. Los vascos no son ya admirados por los conservadores hispanos como Cánovas del Castillo, sino por los izquierdistas como Pablo Iglesias. Aunque en la cultura política pervive un sesgo propio escasamente izquierdista, el del pragmatismo.

El régimen foral singular y apócrifo no fue estable a la larga, la llamarada religiosa abrasó el sentido común en 1870. ¿Lo será el actual de Euskadi como ‘anexa pars’ del Estado? Un dato inquietante: el poder en Euskadi, tanto de agenda como de decisión, lo poseen las élites políticas que ocupan las instituciones casi sin interferencia de los poderes económicos o de otro tipo (muy a diferencia de España u otros sistemas donde está mucho más repartido). Y las élites hegemónicas son más intensamente nacionalistas que sus bases. Como ha mostrado el ‘procés’, ese dominio sin contrapesos de las élites políticas hace más fácil un proceso inflamatorio de quiebra repentina del estatu quo. Al tiempo.