Equidistancias y fanatismos

NICOLÁS REDONDO TERREROS-EL MUNDO

El autor considera que para abrir un necesario proceso de diálogo entre los sectores enfrentados de la sociedad catalana es imprescindible que el separatismo abandone su actual actitud autoritaria contra los no nacionalistas.

EL AMBIENTE POLÍTICO que vivimos en España hace casi imposible el argumento complejo, el pensamiento medianamente sofisticado o el llegar a las causas últimas de los acontecimientos. Hoy, como nunca antes se había visto, parece que los políticos sólo chapotean escandalosamente en el agua, creando mucha espuma pero sin avanzar un milímetro; siempre agónicos, a punto de ahogarse en una palabrería exclusivamente dirigida a su parroquia. Sucede en todos los ámbitos, no hay respiro para los diagnósticos, sólo valen las descalificaciones y las amenazas; sucede con los lazos amarillos y también con la exhumación de los restos del dictador.

Me llama la atención la claridad con la que los dirigentes socialistas ven que el responsable o uno de los responsables de la tensión en Cataluña es el primer partido de esa comunidad: Ciudadanos. Yo no he visto a ningún constitucionalista quitar el lazo amarillo de la solapa de un independentista, ni he visto que vayan a las sedes de los partidos independentistas a arrancar las señales amarillas. Supongo que los constitucionalistas consideran que los independentistas tienen todo el derecho a llevar el símbolo, a manifestarse con él y a vivir durante las 24 horas del día levitando, indignados por lo que representa. Se puede defender la liberación inmediata de los políticos presos –están en la cárcel en prisión preventiva–, se puede creer que han sido objeto de una gran injusticia y no son pocos los que discuten los tipos por los que la instrucción pide que les juzguen. Yo, por ejemplo, considero que sólo la pusilanimidad de los partidos nacionales ha permitido, no provocado, que hoy estén en prisión o fugados 15 independentistas catalanes. La falta de decisión, la falta de seguridad de las formaciones nacionales y muy especialmente del Gobierno de Rajoy, no sólo les permitió llegar donde nunca debieron llegar, sino que en cierta medida les alentó a cometer los delitos.

Nadie les discute por lo tanto que muestren su rechazo a lo que sucede, sobre todo cuando las consecuencias jurídicas del «pronunciamiento» de los independentistas son discutibles. Ahora bien, cuando ellos, apoyados por todo el poder institucional de la Generalitat, extienden su protesta, su oposición a todo el espacio público, estamos asistiendo a una cuestión bien distinta. Ya no hablamos del derecho a oponerse a un gobierno, a unos jueces o a unas leyes, estamos ante la ocupación por una parte de la sociedad de todo lo común que tiene una democracia, con el apoyo del Gobierno catalán, con la policía a su disposición y con los medios de comunicación públicos que tienen la capacidad de proyectar que una parte de la sociedad catalana es toda. Es la expresión más clara que hemos visto en la Europa Occidental de los últimos 15 años de expulsión de una parte de la sociedad del espacio público común. Los lazos amarillos en el ámbito público representan el despojo de los derechos de quien no coincide con ellos, es la representación de cómo la mitad de los catalanes han perdido la condición de ciudadanos para la otra mitad.

Muchos quieren ser equidistantes, algunos hasta se declaran equidistantes radicales, y no me sorprende. Siempre ha habido dificultad para identificar los totalitarismos mientras no han sido capaces de utilizar todo su poder. Es más, no han sido pocos en la historia los que sólo han comprendido el fenómeno una vez derrotado. Al totalitarismo cuando nace se le puede confundir con unas acciones gamberras, tabernarias, de contenido político; con un exceso de celo, rechazable y comprensible a la vez, se puede llegar a pensar que defiende una causa justa y hasta compartida, y también se le puede ver como un peligro al que no merece la pena combatir porque nunca se concretará. Hasta se puede llegar a pensar al principio que unas pequeñas dosis de autoritarismo son imprescindibles para imponer orden en la sociedad o conseguir determinados objetivos políticos. No culpemos excesivamente por lo tanto a nuestros equidistantes radicales cuando fue tan lenta la compresión británica de lo que sucedía en la Alemania de los años 30 o cuando parte de una de las generaciones de intelectuales más brillantes de Francia defendía la URSS de Stalin. Sin el numeroso grupo de equidistantes radicales, que nunca pudieron creer que sus respectivos países corrieran el peligro de ser engullidos por el totalitarismo, éste no habría conseguido nunca sus objetivos. No lo entendieron hasta que oyeron los cascos de los caballos o el ruido estentóreo y ferruginoso de los tanques atravesando sus calles; algunos sólo lo entendieron cuando fueron a buscarles a su casa.

En Cataluña la acción concertada de las instituciones y de una parte de la ciudadanía –no hay totalitarismo sin apoyos sociales– es la representación de un autoritarismo naciente con una fuerza insuficiente hoy en día para derrotar al Estado y a la UE. Pero cuando se convierte en chusma sin derechos a una parte de la sociedad, sea mayoritaria o minoritaria, nos encontramos con una expresión de totalitarismo en el grado que sea. Si los catalanes tienen que hablar, dialogar, ponerse de acuerdo, la solución no puede ser satisfacer, insatisfactoriamente siempre, a los independentistas. Justamente por esto, los ofrecimientos políticos made in Iceta en la dirección de volver al último estatuto aprobado por el Parlamento catalán y modificado aposteriori por el Tribunal Constitucional no sólo sería en estos momentos plenamente insatisfactorio para los independentistas, sino que oficializaría el olvido de los catalanes que se han expresado sin complejos contra el procés. La solución no pasa en estos momentos, si queremos ser coherentes con lo que decimos, por convertir a Torra en el único interlocutor de Cataluña, máxime cuando se ha empeñado en ser jefe o mandado de una parte. Desde mi punto de vista, y espero que no sea tarde, el esfuerzo debe ir dirigido a crear un marco político razonable en el que puedan dialogar los diversos sectores de la sociedad catalana. Pero para que ese deseo se convierta en un hecho político necesita de dos requisitos. El primero nos impone la derrota de las primeras expresiones de ese autoritarismo que han aparecido en Cataluña. La ventaja de la derrota, como explica Arendt, es que después de derrotado al movimiento totalitario le quedan pocos adictos –en contra de lo que pregonan los equidistantes radicales, cuando se llega a este punto el acuerdo es imposible, siempre termina con la derrota de unos y la victoria de los otros… La ventaja que tenemos es que podemos elegir–. Creo que siempre habrá en Cataluña nacionalistas, independentistas, pero deseo que en el futuro sin tics totalitarios –espero no ser demasiado optimista al negarme a creer que sólo existen nacionalismos fanáticos y totalitarios–.

EL SEGUNDO REQUISITO es que una vez constatada la inclinación efusiva de los independentistas hacia el autoritarismo político, quien tiene toda la responsabilidad de conseguir ese marco pacífico y libre es el Gobierno de España. Algunos piensan que no se le puede pedir a Sánchez lo que no se le pidió a Rajoy, en contra de este pensamiento que niega la búsqueda incansable e inalcanzable de la perfección humana. Creo que, sobre todo los que mostramos nuestra desazón por cómo se desenvolvió el anterior Gobierno los últimos años en Cataluña, le podemos y debemos pedir al nuevo Gobierno que no caiga en los mismos errores o en otros mayores.

Mientras esto no suceda, equiparar la responsabilidad de quienes utilizando todo el poder están ocupando todo el espacio público con la de los que retiran de la plaza pública esos símbolos, no sólo es injusto, sino que es muestra de una gran cobardía. Decía una ministra socialista que «debemos arreglar el pasado para hacer un futuro mejor», refiriéndose a los restos del dictador. Podemos exhumar los restos de Franco del Valle de los Caídos aunque me gustaría que fuera con el máximo acuerdo posible. También supongo que podemos pedir a la iglesia de Roma que le retire la categoría de Basílica al Valle –no sería malo para la Iglesia Católica alejarse de un pasado tan siniestro en la historia de España– dejando todo como está para recordar de lo que fuimos capaces y lo que no supimos, no quisimos o no pudimos remediar durante tantos años. Son varias las soluciones democráticas, pero lo que no cambiaremos, por mucho que nos empeñemos, es el pasado. En ese debate sobre el pasado están siendo mucho más criticables algunas de las explicaciones de los ministros y ministras socialistas que la propia exhumación de los restos del dictador. Pero fuera de esa farfolla, probablemente inevitable en un país como el nuestro, lo que nos devuelve con rabia a la verdadera condición humana es la valentía con que enfrentamos nuestro pasado y la cobardía con la que miramos los peligros del presente.

Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.