Juan Carlos Girauta-ABC

  • Si estamos donde estamos es por culpa de un diseño difuso, confuso o ambiguo del modelo autonómico

Optar por cierta arquitectura institucional al elaborar una Constitución implica descartar infinitas arquitecturas alternativas. Una directriz capital, que opera a la vez como norte y baliza de aventurerismos, es que el marco resultante debe procurar estabilidad política, institucional, territorial y social. Aunque no sea lo único a atender.

Así, salvo que se salga de un proceso revolucionario, se buscará arraigo en la tradición nacional, aunque sea nominalmente. Se imitarán mecanismos acreditados de derecho constitucional comparado, apostando tanto al prestigio ajeno como a la ajena suerte. Se estudiará meticulosamente el sistema de controles y equilibrios entre poderes. En caso contrario, estaríamos ante una carta, estatuto o ley fundamental, no ante una Constitución propiamente dicha, término que conviene reservar a las Normas Supremas de los Estados democráticos de Derecho.

Pero, aun contemplando todos esos elementos, ningún poder constituyente con un mínimo de prudencia, ningún ponente sensato y ningún redactor con sentido de Estado olvidará que el diseño institucional elegido tiene que favorecer, insisto, la estabilidad. Justo lo que hoy nos falta, pese a que la Constitución establece reglas potencialmente capaces de atravesar lo imprevisible sin que se revelen inservibles y sin que el edificio entero se tambalee del Rey abajo.

Aunque no todos los padres de la nuestra primaron la Nación (todos los ciudadanos) sobre las partes (algunas ‘nacionalidades’ en concreto), sí se sometieron, más que a un filtro de calidad, a planteamientos acotados a priori sobre los que luego debatían. El alcance y el enfoque de cada cuestión venían delimitados por dos hombres que bien merecerían la consideración de verdaderos padres de la Constitución: Alfonso Guerra y Fernando Abril Martorell. Lo que las respectivas manos derechas de Felipe González y Adolfo Suárez negociaban en cenas y largas sobremesas determinaba el trabajo de los siete ponentes en las mañanas y tardes subsiguientes. El acuerdo de UCD -con tres ponentes- y PSOE -con uno- garantizaba la mayoría. Eso no significa que pretendieran actuar como una apisonadora; la Constitución tenía que ser de todos. Pero significa algo. En primer lugar, que la estabilidad futura sí se buscó. Y que, a mi parecer, las fuerzas disgregadoras que nos han dejado al borde del abismo donde hoy vivimos pudieron desplegarse por las concesiones al nacionalismo.

Ahora es fácil criticar casi cualquier parte de la Constitución, pero, con todo lo mejorables que los diseños del TC o del CGPJ puedan ser -y son solo dos ejemplos-, si estamos donde estamos es por culpa de un diseño difuso, confuso o ambiguo del modelo autonómico. Sumado a la larga deslealtad de los gobernantes de un par de autonomías que no han dejado de trabajar contra la lógica constitucional y que hoy tienen en sus manos al Gobierno de la Nación.