Miquel Giménez-Vozpópuli
Escuchando las defensas de los separatistas uno se pregunta si no habrían hecho mejor encomendándose a Cañita Brava o a un buzón de correos. Porque son de sainete.
Ejemplo práctico: el letrado Andreu Van der Eynde pregunta a un capitán de la Guardia Civil, a propósito de las personas que acompañaban a uno de sus patrocinados, Oriol Junqueras, el 20-S. “Dice usted que el señor Junqueras entró con cuatro guardaespaldas – en la Consellería en la que estaba retenida la comitiva judicial -, pero ¿eran guardaespaldas o eran personas?”. Ante tamaña barbaridad la sala ha estallado en un carcajada que ni el propio juez Marchena, tan circunspecto y serio, ha podido reprimir. “Pero señor letrado, los guardaespaldas son también personas” ha dicho el magistrado entre risas. No crean ustedes
ustedes que Van der Eynde se ha cortado un pelo. Él, a lo suyo. Ha seguido preguntando acerca de si la masa que colapsaba la Rambla de Cataluña tomaba tapas o si el testigo se escondía en Tuiter tras el perfil de Tácito. Si yo fuese Junqueras o Romeva, su otro defendido, despedía al caballero y me declaraba culpable hasta del hundimiento del Maine, encomendándome a la piedad del tribunal.
Estamos asistiendo en este juicio a la comprobación empírica del paradigma que ha supuesto el proceso: mediocridad, desprecio a la ley, aire de marisabidillos y, eso sí, mucho toreo de salón de cara a los medios separatistas. Así se ha prosperado en la Cataluña convergente. El mérito propio ha sido siempre lo de menos, importando mucho más los apellidos y, sobre todo, el grado de identificación con la causa. Todo eso ha contribuido a la creación de este paraíso artificial en el que están instalados parte de los catalanes, los que no se creen nada que no diga TV3 o el ARA, siendo capaces de discutir acerca de si la tierra es plana, parafraseado al gran Gregorio Morán, si a Puigdemont se le ocurriera afirmar tal cosa.
No sé quién decía el otro día en Tuiter que, si hiciéramos caso a la impresión que dan estos medios, a Marchena le van a caer veinte años como mínimo. Tristemente, es así. De la pobreza en la argumentación al gran desconocimiento, acojonante, por otra parte, de lo que es el proceso judicial y el papel del abogado defensor, demuestran una impericia y una falta de astucia legal increíble, casi suicida. Flaco servicio hace a sus defendidos los que se creen imbuidos del aura de diputado durante la Revolución Francesa, porque en no pocas ocasiones es lo que parecen, enfrentándose al juez, preguntando lo que no es procedente, dejando pasar ocasiones de oro para mejor hacer valer la defensa de sus clientes. Si los que pretendían llevarnos a la república ni siquiera saben escoger a sus abogados, Dios nos libre del criterio que tuvieron para nombrar a cargos, carguitos y carguetes, aunque viendo a Puigdemont o Torra no hace falta extenderse mucho más en este punto.
Las constantes llamadas al orden, los consejos, las indicaciones que tiene que hacer constantemente Marchena hacen que las sesiones se parezcan más a una clase de primero de derecho que otra cosa
Volviendo al juicio, las constantes llamadas al orden, los consejos, las indicaciones, las sugerencias que tiene que hacer constantemente Marchena hacen que las sesiones se parezcan más a una clase de primero de derecho que otra cosa. El caso de Francesc Homs ha ido, quizás, el más patético.
Sus deficiencias profesionales no pueden, sin embargo, enmascarar la temible realidad que asoma tras los testimonios que escuchamos a diario. Guardias civiles diciendo que su interlocutor era Jordi Sánchez, que los propios Mossos les advertían que, si salían con las cajas, los mataban, o narrando como, en un momento determinado, la masa empujaba las puertas de la Conselleria para intentar derribarlas y entrar dentro solo pueden que ponernos la piel de gallina.
Las sonrisas de las que tanto alardeaban solo se producen cuando sus abogados meten la pata hasta el corvejón. O son guardaespaldas o son personas. Pero guardaespaldas y personas bien pueden ser términos opuestos. Para Torra, para el separatismo, para sus creyentes, los españoles tenemos una tara genética y no somos, por tanto, como ellos. Quién sabe. A mí, la monstruosidad agazapada detrás de estas consideraciones no me da risa, sinceramente.