Ignacio Varela-El Confidencial
- ERC solo mira hacia la presidencia de la Generalitat. Conseguirla es, más que una prioridad, su objetivo único y excluyente en el momento actual. A ello supedita cualquier otra consideración
En los 90 años de la existencia de Esquerra Republicana de Cataluña, no se recuerda una ocasión en que ese partido haya cumplido un acuerdo político o se haya privado de traicionar a sus aliados. Fue múltiplemente desleal con la República instaurada en 1931, antes y durante la Guerra Civil. Manuel Azaña dio amarga cuenta de “la rapacidad egoísta, el chantajismo y la insolidaridad” de los nacionalistas catalanes de la época, que se sublevaron hasta en tres ocasiones contra la República, pisotearon el Estatuto, durante la guerra debilitaron mortalmente el bando republicano desde la retaguardia (nadie los vio en el frente) y buscaron en secreto una paz separada con Franco, a espaldas del Gobierno legítimo.
En este periodo democrático, han padecido sus deslealtades Jordi Pujol y Artur Mas, Pascual Maragall y José Montilla, Puigdemont y Torra, Zapatero y ahora Pedro Sánchez. Ese partido lleva la mendacidad inscrita en su código genético. Quien se alía con él sabe de antemano que debe prepararse para recibir una puñalada por la espalda en el peor momento.
No obstante, la situación actual es distinta a las anteriores, porque ahora el partido traidor se ha encontrado con uno de su misma especie. Entre el PSOE-PSC de Sánchez e Iceta y la ERC de Junqueras y Aragonès, la infidelidad recíproca es un sobreentendido, un guiño, una cláusula no escrita pero comúnmente aceptada. Ambos cuentan con ella y, aunque aparenten lo contrario, no se sorprenden ni se sienten ofendidos. Es más, se auxilian mutuamente para obtener ventajas tácticas de sus alejamientos. El escándalo impostado de Rufián por las negociaciones con Ciudadanos y el gesto compungido con que Sánchez recibe las invectivas y amenazas de su presunto aliado forman parte de un juego cómplice que, en las circunstancias presentes, conviene a las dos partes.
ERC solo mira hacia la presidencia de la Generalitat. Conseguirla es, más que una prioridad, su objetivo único y excluyente en el momento actual. A ello supedita cualquier otra consideración, incluyendo su relación con el Gobierno de Sánchez y su trabajo fraccional en el fantasmagórico Govern de Torra.
Los republicanos, que se consideran depositarios únicos de la denominación de origen del independentismo, llevan décadas esperando el momento de recuperar su histórica hegemonía en el nacionalismo catalán, usurpada por el pujolismo y sucesores. Añádase a esto el odio personal entre Junqueras y Puigdemont, que acumulan cuentas pendientes que solo se saldarán con la victoria de uno sobre las cenizas del otro. Nada de lo que sucede en Cataluña se comprende si no se pone bajo el prisma de esta batalla encarnizada por el dominio en el campo nacionalista. Ambos saben que quien gane la batalla electoral de este otoño se alzará con el poder en Cataluña durante mucho tiempo, sometiendo al otro a un papel subalterno.
Aparentemente, la ocasión es inmejorable para ERC. El viejo espacio convergente implosiona en una miríada de grupúsculos mientras el fugitivo de Waterloo, desaparecido durante la pandemia, trata de recomponer su autoridad y rearmarse para el duelo definitivo con su mayor enemigo. Pero no sería la primera vez que Puigdemont, viniendo de atrás, bate a Junqueras en el último metro. Este, escarmentado, no está dispuesto a hacer nada que comprometa su victoria. Y sabe que una de las cosas que podrían ponerla en peligro es un exceso de confraternización con el Gobierno central.
Pedro Sánchez también lo sabe. Y está sumamente interesado en contribuir a la victoria de ERC. Primero, porque siempre se entenderá mejor con Pere Aragonès que con el orate Torra. Segundo, porque ello alimenta el sueño húmedo de Iceta de recomponer el tripartito de izquierdas en Cataluña. Tercero, porque —como saben en su partido— entra en su lógica vital recompensar a quienes le ayudaron a alcanzar el poder y represaliar a quienes le negaron el voto.
Pero, sobre todo, a Sánchez no le viene mal un distanciamiento transitorio con el nacionalismo radical. Si la prioridad de ERC es conquistar el palacio de la Generalitat, la de Sánchez es presentarse en septiembre en Bruselas con unos Presupuestos suficientemente adecentados para no poner en peligro los fondos europeos para España dentro del plan de recuperación, que son vitales para el país y condición de supervivencia para este Gobierno. Eso se refiere, por supuesto, al contenido de los Presupuestos, pero también a las compañías.
Sánchez puede absorber sin inmutarse una disociación temporal entre mayoría de investidura y mayoría presupuestaria. Que esta última se consolide o sirva tan solo para afrontar el trámite de Bruselas y la primera embestida de la recesión dependerá de la evolución de las tres crisis concurrentes: la sanitaria, la económica y la social.
La mayoría presupuestaria que se configura —con los dos partidos gubernamentales asistidos por el PNV y Ciudadanos— es mucho más presentable y tranquilizadora que la versión original de la coalición Frankenstein. Además, desplaza a Podemos a un lateral del tablero, despojando a Iglesias de su condición de pivote entre el PSOE y las fuerzas secesionistas. Y tiene su vertiente electoral: ERC y el PSC confían en nutrirse de votantes podemitas y el partido de Iceta necesita, además, recuperar una parte sustancial de lo mucho que le arrebató Arrimadas, para lo que no estorba reducir las asperezas con un Ciudadanos debilitado.
Es probable que haya reunión de la mesa en julio. Pero será la última antes de las elecciones catalanas, y su contenido será seguramente inane. Si en otoño se cumple el deseo compartido de que ERC se alce con el poder en Cataluña, la relación se restablecerá sobre una base nueva, como una interlocución institucional entre el presidente Sánchez y el ‘president’ Aragonès, ya desprendidos del molesto Torra, con los Presupuestos a salvo sin necesidad de comprometer a ERC en su votación y con Miquel Iceta ejerciendo de gran celestino, que es lo que mejor sabe hacer en la vida. Una traición consentida con el propósito de que suponga el reinicio de una hermosa amistad (en la que, por supuesto, las deslealtades recurrentes seguirán siendo ingrediente básico del guiso).
En ese contexto, el expresidente Zapatero sostiene que los partidos independentistas deberían entrar en el Gobierno de España. La propuesta es de tal envergadura que hay que dar por hecho que el autor la ha reflexionado profundamente, considerando todas sus implicaciones y detalles antes de hacerla pública. Por eso Zapatero debería desarrollarla más, precisando qué ministerios en concreto entregaría él a Junqueras y Puigdemont: ¿Interior, Defensa, Justicia, Hacienda, Exteriores, Educación o quizá Administración Territorial? Seguro que ha pensado en ello; otra cosa sería una frivolidad impropia de su rango y condición, y habría que recordarle lo de Eugenio D’Ors: los experimentos, con gaseosa. O con cualquier otro líquido que no sea gasolina.