Iñaki Ezkerra, ABC, 22/8/12
«El voto del exilio vasco no era una reclamación más, sino un acto esencial de justicia, porque suponía el trámite final al reconocimiento del reino del terror que ha sido, y que no ha dejado de ser del todo, esa tierra; el reconocimiento de que allí no se ha cumplido la democracia, así como la consecuencia lógica de ese reconocimiento
ES una vieja reivindicación que siempre recibió muy buenas palabras, pero que nunca llegaron a tomarse en serio muchos de los que la apoyaban de un modo retórico. Hablo del derecho a votar en el País Vasco para quienes lo abandonaron por la amenaza de ETA y no se hallan empadronados en él. Era una demanda que, de tantas veces planteada, estábamos ya resignados a no ver jamás atendida. Y llegaba ahora, cuando ya no la esperábamos, cuando parecía olvidada y hasta caducada. Llegaba, como llegó en marzo del 2009 el pacto de gobernabilidad del País Vasco entre socialistas y populares; cuando parecía que había pasado incluso el tiempo de permitirnos ese sueño siquiera, que era el sueño de Ermua: el de la alianza de todos los demócratas —incluidos en esta los dos grandes partidos nacionales— contra el nacionalismo totalitario. Y llegaba de la mano de las mismas personas que hicieron posible aquel pacto que desalojó al PNV del poder y puso una muralla, precaria pero eficaz, de normalidad democrática entre la época de los Lizarras y esta época. Llegaba porque los miembros de un partido liderados por un tal Basagoiti creían en lo que pedían y reivindicaban cuando lo reivindicaban y lo pedían. Porque se tomaron el camino de la libertad en el País Vasco, no como una moda ni como una consigna coyuntural o táctica, oportunista y cortoplacista, sino como una larga carrera de fondo que tendría etapas distintas, un tiempo para esperar y un tiempo para actuar —como enseña el Eclesiastés—, un tiempo para sembrar y un tiempo para recoger. Llegaba el voto del exilio vasco, en fin, recogiendo la siembra, rentabilizando el discurso que se empezó a fraguar en febrero de 1998 con el nacimiento del Movimiento Cívico; con la denuncia de la ausencia de libertad en la Comunidad Autónoma Vasca, y con la reclamación de alcanzarla por la vía del Estado de Derecho.
Digo «llegaba» porque ya no llegará a tiempo para las próximas autonómicas. El visto bueno dado por Ferraz a ese gran paso se convierte en un sarcasmo a la luz del adelanto electoral que ayer anunció Patxi López para el 21 de octubre, con el obvio objetivo de sabotearlo y de que no haya tiempo de que se materialice en esos comicios. Patxi López nos ha aguado la fiesta. Temía —con razón— no capitalizar ese voto exiliado y disgustar a ese abertzalismo en el que busca el elogio como producto de venta electoral. Que en las filas abertzales sonaran todas las alarmas ante esa pacífica amenaza es algo que demuestra que los logros democráticos los valora siempre mejor el enemigo. Que dicho paso haya sido también acogido con frialdad, silencio y hasta rechazo por parte del sector más radicalizado de nuestra derecha y de algunos que lo habían revindicado siempre hasta hacer de la causa contra ETA la bandera que justifica su existencia pública, lo único que denota es lo envenenada que está la vida política española y también que hay quien ha utilizado la tragedia vasca para unos intereses muy particulares. Denota que no tiene Patxi López la patente de la cortedad de miras, ni de ese sectarismo que es precisamente lo que hay que combatir en aquella tierra, venga de donde venga, y que traiciona a esa bandera de Ermua que no fue nunca ni de derechas ni de izquierdas, ni confesional ni laica, sino la bandera plural de los valores compartidos.
IBA a llegar el voto del exilio vasco cuando no podía ser rebatido; cuando ni siquiera necesitaba para legitimarse la bendición socialista; cuando estaba ya todo explicado, justificado, argumentado y teorizado. Urkullu dijo que era un «pucherazo», pero a estas alturas no hacía falta ni responderle. Por suerte, hoy está suficientemente claro que aquí el único pucherazo que ha habido es el nacionalista, el provocado por la huida lenta y dilatada, pero sistemática, de miles de vascos, de la cual se han beneficiado electoralmente tanto el PNV como todas las marcas blancas y negras de ETA. El reconocimiento general de este hecho es uno de los grandes éxitos del discurso constitucionalista, hasta el punto de que ha eclipsado totalmente al discurso victimista del nacionalismo.
Cuando, hace veinte años, se hablaba del exilio vasco, se pensaba en Leizaola. Hoy se piensa en la familia de Miguel Ángel Blanco, o en los admirables «txakurras» cuyo voto le traía a Otegi por la calle de la amargura. Cuando se hablaba de la diáspora vasca, se pensaba en los pastores de América que habían seguido la ruta del bardo Iparraguirre. Hoy, se piensa en «la diáspora democrática» amenazada por ETA. Y no es una casualidad. Detrás de esa superposición de significados, hay una larga tarea social y cultural que se inició hace catorce años, tras el asesinato de un joven concejal del Partido Popular del País Vasco.
No. El voto del exilio vasco no era una reclamación más, sino un acto esencial de justicia, porque suponía el trámite final al reconocimiento del reino del terror que ha sido, y que no ha dejado de ser del todo, esa tierra; el reconocimiento de que allí no se ha cumplido la democracia, así como la consecuencia lógica de ese reconocimiento. Y dicha reclamación responde al espíritu de Ermua, porque brotó de este; porque apela, como este, al uso legítimo de los resortes de la legalidad democrática, para corregir esa grave y coactiva alteración del censo, y porque haría efectiva, no solamente testimonial, la unidad de los demócratas frente al terror. Haría que quienes se supieron unir para salir a la calle con una pancarta puedan también unir sus votos en las urnas.
Habría sido deseable que los exiliados pudieran votar en la próximas elecciones vascas, pero la envergadura ética de esa medida queda reforzada con su aplazamiento. No se dará este paso para ayudar a ningunas siglas, sino para reconocer una realidad y una anomalía de nuestra democracia. Se hará porque es de justicia; porque es la reparación tardía de una injusticia. Cuando, hace unas semanas, se cumplió el decimoquinto aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco, surgió una pregunta obligada: ¿qué es lo que hoy queda de Ermua? Pues bien: de Ermua queda ese heroico PP vasco que aún está corriendo, sin desanimarse, hacia todas las metas del constitucionalismo, como un corredor de fondo que siguiera en solitario la carrera que otros abandonaron. Queda el cumplimiento emocionante de esta vieja reivindicación, que los socialistas han neutralizado de momento con este adelanto electoral; que no han tenido el valor de rebatir a la cara y que han traicionado por la espalda. Como hicieron con Ermua hace catorce años.
Iñaki Ezkerra, ABC, 22/8/12