JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • El impulso de exterminio que mató a Miguel Ángel Blanco no se explica sin una decisión estratégica promovida por el brazo político del entramado terrorista

Miguel Ángel Blanco tendría ahora 54 años. Tal vez estaría casado, tendría hijos, habría desarrollado su carrera como economista y sería un profesional consolidado. O tal vez habría seguido su vocación política y estaría trabajando en Ermua o en el Parlamento vasco o sería diputado en el Congreso. Lo que sabemos es que todas esas posibilidades, la incertidumbre de la vida, quedaron rotas por el hecho cierto de su asesinato hace 25 años.

Este es un aniversario que si tiene algún sentido conmemorar – y claro que lo tiene- es precisamente el de levantar las capas de olvido, de memoria acomodaticia, de distorsión presuntamente bienintencionada de la realidad que efectivamente ocurrió. Hay que regresar al núcleo trágico del sufrimiento de la víctima concreta, a la tortura de las horas de espera agónica del disparo que acabaría con su vida. Hay que reconstruir la impiedad de sus asesinos, la negación de todo rastro de humanidad, el ensañamiento contra una vida limpia. Hay que volver a la verdad y asentarse firmemente en el territorio de la decencia.

A Miguel Ángel Blanco lo asesinaron por ser del Partido Popular. El crimen fue el disciplinado cumplimiento de las instrucciones de la dirección de ETA ordenando a sus pistoleros «levantar a un político del PP», preferiblemente un secuestro -decían-; pero si eso resultaba muy difícil, el asesinato. Miguel Ángel sufrió las dos cosas. ETA desplegó sobre él todo su repertorio de crueldad.

ETA, todo lo que era ETA, ejecutaba -nunca mejor dicho- un plan sistemático de exterminio de un partido político, entonces en el Gobierno. Había empezado con el asesinato de Gregorio Ordóñez y continuó con el atentado contra quien era el líder la oposición, José María Aznar, en 1995. Se trataba desde luego de la pulsión asesina de ETA, pero este impulso de exterminio no se explica sin una decisión estratégica previa, calculada, elaborada y promovida por el brazo político del entramado terrorista. Por eso, el lehendakari José Antonio Ardanza pudo arrojar con razón la responsabilidad del crimen sobre Batasuna. Todos recordamos cómo desde Batasuna se anunció la venganza de una ETA humillada por la liberación de José Antonio Ortega Lara: «Después de la borrachera policial, vendrá la resaca», advirtió Floren Aoiz.

Ni Sortu -la Batasuna relegalizada-, ni ninguno de sus miembros, ninguna de las organizaciones antes en la órbita de ETA y soportes de la estrategia de terror de la banda, ni los asesinos ni sus cómplices, nadie ha pedido perdón, ni ha mostrado arrepentimiento, ni ha afirmado la injustica radical de la violencia que ejercieron contra un hombre. Cuando recordemos a Miguel Ángel, recordemos también -como lo ha hecho Carlos Totorica en este periódico- que una parte de la sociedad vasca no solo permanece al margen del dolor de las víctimas, sino que exalta a los asesinos y aplaude con nostalgia su brutalidad.

Sabemos que mientras la víctima agonizaba Arnaldo Otegi estaba en la playa. Y sabemos también que el nacionalismo en su conjunto vio en la reacción social una amenaza a su hegemonía, se unió en el Pacto de Estella y ahí quedó formalizada la apelación de ETA a la «persecución social» de los no nacionalistas. Pura limpieza étnica. El Partido Nacionalista Vasco abandonó el Pacto de Ajuria Enea para consolidar un alineamiento estrictamente nacionalista que ponía precio político al cese del terrorismo.

Pero el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco reconcilió a una gran parte de la sociedad vasca consigo misma y con la decencia. La emancipó de la dictadura etarra e hizo que recuperara la dignidad en la afirmación contra el terror. Nunca como en la movilización social de aquellos días se vieron escenas de auténtica solidaridad, de dolor compartido, de indignación virtuosa con la que cientos de miles se liberaban de la humillante carga del silencio impuesto por el miedo.

Todas las vidas tienen el mismo valor, pero no todas las muertes son iguales. La de Miguel Ángel Blanco fue un verdadero sacrificio perpetrado por los oficiantes del terror en nombre de una nación vasca que exigía el tributo incesante de la sangre inocente. Sin condena del horror, a los ejecutores y participes políticos de aquel crimen se les da la oportunidad de reescribir, de destruir más bien, la historia de una democracia históricamente ejemplar a la que hicieron todo lo posible por destruir. Terroristas que dejaron de serlo por la fuerza del Estado de Derecho, no por su voluntad de cambiar, convertidos ahora en auditores de la democracia española, esa que inundaron de sangre y sufrimiento. Pero el hedor del crimen les acompaña y no se podrán desprender de él por un pacto que debe durar lo que dure el Gobierno que lo ha cometido.