Rafael Aguirre-El Correo

Padeció el envilecimiento del sandinismo y sufrió con una política vaticana que sofocó y reprimió la riquísima dinámica de la Iglesia latinoamericana

El día primero de marzo, a los 95 años, falleció Ernesto Cardenal, de conocida familia nicaragüense, revolucionario, monje, sacerdote, poeta, ministro de Cultura del Gobierno sandinista de 1979 a 1984. Irrepetible y también inconfundible con su boina negra bien calada sobre una blanca cabellera, que se prolongaba con una espesa barba, camisa blanca, sandalias sin calcetines. Una imagen quedó grabada para la historia: la de Juan Pablo II a su llegada a Managua el 4 de marzo de 1984, con todo el Gobierno sandinista esperándole para saludarle. Cuando llegó a la altura de Ernesto, ministro de Cultura, éste hincó la rodilla en tierra y quiso tomar su mano para besarla, pero Wojtyla la retiró bruscamente y con el rostro airado y el índice de su mano amenazante le dijo: «Antes tiene que reconciliarse con la Iglesia». El mismo Juan Pablo II que no tuvo empacho en fotografiarse repetidamente en Chile con Pinochet, bendiciendo al pueblo desde el balcón del Palacio de la Moneda con el dictador a su lado.

Ernesto Cardenal tuvo una fuerte experiencia religiosa en la trapa de Kentucky de la mano de Tomás Merton, a quien siempre consideró su mentor espiritual. Pero lo suyo no era pasarse la vida tras los muros de un monasterio. Siguió su propio camino: fue un místico con los ojos bien abiertos y con los pies en la tierra, indignado por la opresión de la dictadura y por la injusticia de la pobreza, y, a la vez, sobrecogido por la grandeza del Universo. Convivía con los pobres y al mismo tiempo estaba suscrito a revistas internacionales para estar a la última en los avances de la Física.

Ordenado sacerdote, se instaló en el archipiélago de Solentiname, compuesto por 38 islas en el lago Cocibalga, de las que solo las más grandes están habitadas: en total 1.000 personas y unas 90 familias. Con aquella gente sumamente sencilla fundó una comunidad cristiana, en la que no había homilía del cura en la misa, sino que comentaban el Evangelio entre todos. Estas homilías participadas, en el fondo conversaciones espirituales sobre el Evangelio, tan parecidas a las que podemos suponer en los primeros cristianos, fueron recogidas y publicadas en un libro titulado ‘El Evangelio en Solentiname’. Son reflexiones vivas, pegadas a la realidad, soplo del Espíritu las llamaba Ernesto.

En la vida de Ernesto Cardenal hay dos vertientes inseparables, unidas por un eje poético y místico. La mística de ojos abiertos le llevaba a no pasar de largo ante la dictadura de Somoza, a conmoverse hasta lo más profundo por la opresión y la pobreza de la inmensa mayoría del pueblo nicaragüense y, por eso, asumió un compromiso político en el frente sandinista. El poeta no se andaba con remilgos, cálculos ni matizaciones y abogaba por la utopía marxista. En su omnímoda libertad clamaba por una Iglesia que se desvinculase y condenase la dictadura somocista, que optase y visibilizase claramente el Reino de Dios que anunciaba Jesús. El poeta Cardenal estaba detrás del grito que se coreaba en Nicaragüa: «Entre cristianismo y revolución no hay contradicción».

Eran los años de la Guerra Fría, de los movimientos revolucionarios en América Latina, de las exacerbaciones ideológicas. Ernesto tomó partido, pero también lo hizo su hermano Fernando, jesuita, mucho más templado, que fue ministro de Educación. El Vaticano obligó a la Compañía a expulsarle, lo que se hizo, pero continuó viviendo siempre en casa de jesuitas. Su sueldo como ministro era de diez dólares. Juan Pablo II suspendió ‘a divinis’ del ejercicio del sacerdocio a ambos hermanos en 1984.

Ernesto y Fernando se separaron de la deriva que tomó el sandinismo y fueron críticos durísimos de Daniel Ortega. Todas las revoluciones son traicionadas, decía Ernesto, y a él le tocó sufrir el envilecimiento del sandinismo y sufrió lo indecible con una Iglesia aliada con Somoza, después con la Contra, y con una política vaticana que durante muchos años sofocó y reprimió sin contemplaciones la riquísima dinámica teológica y pastoral de la Iglesia latinoamericana. El largo «invierno eclesial», en palabras de Rahner, nos helaba en la vieja Europa, pero era un verdadero martirio para el cristianismo joven, creativo y cercano a los pobres del subcontinente americano.

Ernesto recibió el pontificado de Francisco como una sorpresa y un gran regalo. Pero no era nada casual. Con Bergoglio pasaba al mando de la Iglesia la corriente católica más viva y dinámica, sofocada durante decenios, a la que recurrió la institución eclesiástica percibiéndose al borde de una crisis abismal. El Papa Francisco levantó la supensión ‘a divinis’ de Ernesto y el nuncio en Managua concelebró la misa con él, que ya se encontraba postrado en cama sin poder levantarse.

Ernesto Cardenal no ha sido ni un teólogo, ni un político en el sentido técnico de la palabra, ni un estratega en nada. Lo socialmente correcto le ha traído siempre sin cuidado. Ha sido un místico, con una enorme libertad, un soñador, que resultaba provocador, y un gran poeta. Hay que destacar esta última faceta. Su obra es amplísima. Recibió muchos premios, entre ellos el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en el año 2012, que él dedicó «a los oprimidos y pobres». Sensible a la injusticia, jamás incurre en poesía panfletaria. Su capacidad de soñar le lleva siempre más allá, y la inmensidad del Universo y los descubrimientos científicos le sobrecogen y le adentran en el misterio. La física se combina con la mística. Hay que citar su gran obra ‘Cántico cósmico’, en la que ve al ser humano como polvo de estrellas. Precisamente por eso se volcó con los seres humanos más olvidados y despreciados, porque el poeta y el místico descubrían la inmensa dignidad del pobre.